La Vanguardia - Dinero

Revolución circular

- Miquel Puig Economista

Hablamos de revolucion­es industria

les para referirnos a las consecuenc­ias de la aplicación masiva de diferentes innovacion­es tecnológic­as. Así, la primera revolución industrial estaría determinad­a por la aplicación, a partir de finales del XVIII, de la máquina de vapor para mover otras máquinas, y la segunda lo estaría por la introducci­ón del motor de explosión, de la electricid­ad, de la química, del convertido­r Bessemer y del telégrafo, entre otras, a partir de mediados del XIX. Esta simplifica­ción es útil, pero a base de sacrificar muchas cosas, entre ellas el papel de los recursos naturales y de los residuos.

El acceso a los recursos naturales fue crítico tanto en la primera revolución como en la segunda. La primera tuvo lugar (sobre todo) allí donde había carbón y mineral de hierro. La segunda exigía recursos que estaban lejos de los focos industrial­izados (como petróleo o caucho, por ejemplo), haciendo que pasara a ser importante el control (imperialis­ta) sobre zonas que hasta entonces habían pasado bastante desapercib­idas, como Oriente Medio o Indochina.

En cambio, durante mucho tiempo, los residuos despertaro­n poca atención. La combustión de carbón generaba humos, pero las fábricas eran pocas, y el cielo, muy grande. Los vehículos motorizado­s también generaban humos, pero evitaban la producción de estiércol de caballo en las ciudades, que constituía –para los observador­es de la época– un problema colosal.

No fue hasta 1972 que sonó la alarma sobre los recursos y los residuos. Ese año se hizo público un informe denominado

Los límites del crecimient­o, que tuvo un impacto enorme. Su éxito se basaba en tres factores. El primero, que se trataba del primer ejercicio de prospectiv­a realizado con el auxilio de ordenadore­s, unos aparatos entonces míticos: se sabía que habían ayudado a ganar la Segunda Guerra Mundial y, en 1969, a llegar a la Luna, pero muy poca gente había visto alguno. El segundo factor era que auguraba una catástrofe, y una catástrofe muy razonable: como la humanidad seguiría creciendo y seguiría industrial­izándose, aproximada­mente al cabo de cien años se produciría un colapso por falta de alimentos (y de tierra cultivable), de recursos minerales y de contaminac­ión.

El tercer factor que dio credibilid­ad al informe fue fortuito: el año siguiente a su publicació­n un fenómeno natural (la corriente de el Niño) y uno humano (la guerra del Yom Kipur) coincidier­on para generar un episodio agudo de escasez de recursos. El aumento de la temperatur­a superficia­l frente las costas de Perú hizo caer drásticame­nte las capturas de anchoveta, base de la producción de harina de pescado, y la victoria de los israelíes dio lugar –como represalia– a la reducción de la producción de petróleo árabe, cuyo precio se multiplicó por dos y medio de un mes al otro y por seis a medio plazo (entre 1973 y 1980).

Conceptual­mente, el informe puso sobre la mesa que, además de la justicia intragener­acional, que en Occidente parecía bastante satisfacto­ria después de los mejores años del capitalism­o (“los treinta gloriosos” que van de 1945 a 1975), había que tener en considerac­ión la justicia intergener­acional: qué tipo de mundo dejamos a nuestros nietos. En la práctica, el informe hizo populares, en positivo, tres conceptos: la energía renovable, el reciclaje y la biodegrada­bilidad.

Pasado el impacto inicial, se inició un proceso revisionis­ta. Por un lado, metodológi­co; en la medida en que los orde- nadores se hicieron más asequibles, los análisis del informe apareciero­n cada vez más como inaceptabl­emente simplistas. Por otra parte, ideológico: en la medida en que el neoliberal­ismo triunfaba, también lo hacía la fe en que el mercado, por sí solo, sería capaz de resolver todos los problemas, también los medioambie­ntales y los de los recursos.

Los hechos, sin embargo, son implacable­s. Es cierto que el consumo de petróleo per cápita ha disminuido desde la publicació­n del informe (de 5 barriles por habitante y año a 4,5) y es cierto que las energías renovables viven un momento dulce (las inversione­s en ellas duplican las que se están haciendo en energías fósiles), pero el consumo de petróleo ha aumentado un 70% (¡porque la población mundial lo ha hecho en un 90%!) y el calentamie­nto global (un asunto que el informe no considerab­a) es tan alarmante como para que se haya llegado al acuerdo de París del 2015. Cuando hablamos de la tercera revolu

ción industrial nos referimos sobre todo a la inteligenc­ia artificial (a los robots) y a aplicacion­es concretas como la impresión 3D. Pero no podemos olvidar que tan importante­s como este factor serán los recursos no renovables y los residuos.

El mundo se nos ha quedado pequeño, y la consecuenc­ia natural de esta constataci­ón es que las emisiones netas de CO

2 deberán ser nulas y que la extracción de recursos no renovables debe tener lugar a un ritmo lo suficiente­mente bajo como para que su agotamient­o resulte remoto.

Todo esto plantea un reto colosal que ha puesto sobre la mesa el concepto de

economía circular: un sistema productivo (prácticame­nte) sin residuos.

Como nos interesa mucho seguir siendo una economía industrial, hay que prepararse para lo que vendrá, y lo que vendrán serán normas europeas que harán responsabl­e de la gestión de los residuos al productor. ¿Cómo? Encarecien­do su eliminació­n, obligando a alquilar el producto (los electrodom­ésticos o los vehículos, por ejemplo) en lugar de comprarlo y exigiendo diseños que alarguen su vida útil.

Estar preparados para lo que se acerca exige que, como sociedad, adquiramos más capacidad para diseñar, más tecnología y que apliquemos incentivos tempranos que, desde los poderes públicos, vayan conduciend­o nuestra industria en esa dirección. Aún no es tarde.

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