Revolución circular
Hablamos de revoluciones industria
les para referirnos a las consecuencias de la aplicación masiva de diferentes innovaciones tecnológicas. Así, la primera revolución industrial estaría determinada por la aplicación, a partir de finales del XVIII, de la máquina de vapor para mover otras máquinas, y la segunda lo estaría por la introducción del motor de explosión, de la electricidad, de la química, del convertidor Bessemer y del telégrafo, entre otras, a partir de mediados del XIX. Esta simplificación es útil, pero a base de sacrificar muchas cosas, entre ellas el papel de los recursos naturales y de los residuos.
El acceso a los recursos naturales fue crítico tanto en la primera revolución como en la segunda. La primera tuvo lugar (sobre todo) allí donde había carbón y mineral de hierro. La segunda exigía recursos que estaban lejos de los focos industrializados (como petróleo o caucho, por ejemplo), haciendo que pasara a ser importante el control (imperialista) sobre zonas que hasta entonces habían pasado bastante desapercibidas, como Oriente Medio o Indochina.
En cambio, durante mucho tiempo, los residuos despertaron poca atención. La combustión de carbón generaba humos, pero las fábricas eran pocas, y el cielo, muy grande. Los vehículos motorizados también generaban humos, pero evitaban la producción de estiércol de caballo en las ciudades, que constituía –para los observadores de la época– un problema colosal.
No fue hasta 1972 que sonó la alarma sobre los recursos y los residuos. Ese año se hizo público un informe denominado
Los límites del crecimiento, que tuvo un impacto enorme. Su éxito se basaba en tres factores. El primero, que se trataba del primer ejercicio de prospectiva realizado con el auxilio de ordenadores, unos aparatos entonces míticos: se sabía que habían ayudado a ganar la Segunda Guerra Mundial y, en 1969, a llegar a la Luna, pero muy poca gente había visto alguno. El segundo factor era que auguraba una catástrofe, y una catástrofe muy razonable: como la humanidad seguiría creciendo y seguiría industrializándose, aproximadamente al cabo de cien años se produciría un colapso por falta de alimentos (y de tierra cultivable), de recursos minerales y de contaminación.
El tercer factor que dio credibilidad al informe fue fortuito: el año siguiente a su publicación un fenómeno natural (la corriente de el Niño) y uno humano (la guerra del Yom Kipur) coincidieron para generar un episodio agudo de escasez de recursos. El aumento de la temperatura superficial frente las costas de Perú hizo caer drásticamente las capturas de anchoveta, base de la producción de harina de pescado, y la victoria de los israelíes dio lugar –como represalia– a la reducción de la producción de petróleo árabe, cuyo precio se multiplicó por dos y medio de un mes al otro y por seis a medio plazo (entre 1973 y 1980).
Conceptualmente, el informe puso sobre la mesa que, además de la justicia intrageneracional, que en Occidente parecía bastante satisfactoria después de los mejores años del capitalismo (“los treinta gloriosos” que van de 1945 a 1975), había que tener en consideración la justicia intergeneracional: qué tipo de mundo dejamos a nuestros nietos. En la práctica, el informe hizo populares, en positivo, tres conceptos: la energía renovable, el reciclaje y la biodegradabilidad.
Pasado el impacto inicial, se inició un proceso revisionista. Por un lado, metodológico; en la medida en que los orde- nadores se hicieron más asequibles, los análisis del informe aparecieron cada vez más como inaceptablemente simplistas. Por otra parte, ideológico: en la medida en que el neoliberalismo triunfaba, también lo hacía la fe en que el mercado, por sí solo, sería capaz de resolver todos los problemas, también los medioambientales y los de los recursos.
Los hechos, sin embargo, son implacables. Es cierto que el consumo de petróleo per cápita ha disminuido desde la publicación del informe (de 5 barriles por habitante y año a 4,5) y es cierto que las energías renovables viven un momento dulce (las inversiones en ellas duplican las que se están haciendo en energías fósiles), pero el consumo de petróleo ha aumentado un 70% (¡porque la población mundial lo ha hecho en un 90%!) y el calentamiento global (un asunto que el informe no consideraba) es tan alarmante como para que se haya llegado al acuerdo de París del 2015. Cuando hablamos de la tercera revolu
ción industrial nos referimos sobre todo a la inteligencia artificial (a los robots) y a aplicaciones concretas como la impresión 3D. Pero no podemos olvidar que tan importantes como este factor serán los recursos no renovables y los residuos.
El mundo se nos ha quedado pequeño, y la consecuencia natural de esta constatación es que las emisiones netas de CO
2 deberán ser nulas y que la extracción de recursos no renovables debe tener lugar a un ritmo lo suficientemente bajo como para que su agotamiento resulte remoto.
Todo esto plantea un reto colosal que ha puesto sobre la mesa el concepto de
economía circular: un sistema productivo (prácticamente) sin residuos.
Como nos interesa mucho seguir siendo una economía industrial, hay que prepararse para lo que vendrá, y lo que vendrán serán normas europeas que harán responsable de la gestión de los residuos al productor. ¿Cómo? Encareciendo su eliminación, obligando a alquilar el producto (los electrodomésticos o los vehículos, por ejemplo) en lugar de comprarlo y exigiendo diseños que alarguen su vida útil.
Estar preparados para lo que se acerca exige que, como sociedad, adquiramos más capacidad para diseñar, más tecnología y que apliquemos incentivos tempranos que, desde los poderes públicos, vayan conduciendo nuestra industria en esa dirección. Aún no es tarde.