Un nuevo contrato social
Andrés y Doménech piden a los poderes públicos que se pongan al frente de la transformación tecnológica
La renta per cápita apenas creció durante siglos en el mundo. Hasta que llegó el cambio tecnológico. La revolución industrial multiplicó por más de veinte los ingresos por persona desde 1800. Fue, cierto, un crecimiento desigual: con esa revolución comenzó la gran divergencia y Occidente dejó atrás a China e India. En 1950 el nivel de vida chino era veinte veces menor que el de EE.UU. Sin duda, el avance de la tecnología tiene un impacto radical sobre las sociedades, y hoy el mundo está inmerso en una nueva oleada de cambios tecnológicos que hacen que, tras la convergencia global de las últimas décadas, pueda haber de nuevo países y ciudadanos que se descuelguen. Y los economistas Javier Andrés y Rafael Doménech abordan el panorama que se abre ante la sociedad en el libro La era de la disrupción digital.
Si, con luces y sombras, el juicio de las anteriores revoluciones ha sido positivo, la cuarta revolución industrial, la digital, ¿será diferente? ¿Predominará la destrucción directa de puestos de trabajo o la creación, indirecta, de otros nuevos? La respuesta de Andrés y Doménech –responsable de análisis económico de BBVA Research– es que nada está decidido. Si hay estudios que hablan de la sustitución por máquinas del 50% de los empleos en los próximos años, otros lo dejan en el 9%, no muy lejos de anteriores oleadas de innovación. No anticipan un desempleo estructural masivo en las próximas décadas: hoy los países
LA ERA DE LA DISRUPCIÓN
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en los que más ha avanzado la revolución digital tienen menos desempleo, y la evidencia apunta a que la capacidad del progreso técnico para crear empleo sigue por encima de la de sustitución y destrucción.
Otra cosa es la polarización del empleo, con la caída de los trabajos de calificaciones medias, más rutinarios que el resto y sustituibles por robots e inteligencia artificial. Y con el aumento de los menos y de los más cualificados, éstos cada vez mejor pagados. Luego, está la calidad del trabajo, con autónomos de todo tipo. Y el poder de mercado de los gigantes digitales en sectores en los que el ganador se lo lleva todo.
En este panorama, ciudadanos, industrias y países pueden perder aunque el conjunto del globo gane bienestar. Para evitar el furgón de cola, los autores piden a los poderes públicos que se pongan al frente de la transformación tecnológica y promuevan su desarrollo en el sector privado. Y que planteen un nuevo contrato social rediseñando el Estado del bienestar. La inversión en formación debe ir a las habilidades más complementarias de las nuevas tecnologías. Y las obligaciones tributarias y los derechos sociales deben ser similares para todos los trabajadores. Los Estados deben garantizar la competencia y ayudar a distribuir justamente los beneficios coordinando globalmente la imposición a empresas como Google y ayudando a los más necesitados. No ven clara la renta básica universal, costosa para unos Estados del bienestar que sufrirán mucha presión y deberán financiar cada vez más el gasto público con impuestos. Pero que, si no responden a estos retos, harán que se rechace la tecnología, como ya sucede con la globalización.
Los autores dudan de que se produzca un desempleo masivo en las próximas décadas