DESIGUALDAD PROGRAMADA
Dedico esta reflexión al sexto enemigo de las artes: la desigualdad. Cada uno de los siete errores que he señalado comporta una distorsión específica, que falsea la visión y la experiencia del arte. La barbarie desprecia lo mejor, el marketing y la cantidad excesiva rebajan el nivel y esconden lo extraordinario, el culto al espectáculo aporta más distracción que sabiduría y la reacción anticomercial a menudo resulta dogmática, excluyente, sectaria, puritana, empobrecedora. Cada enemigo contribuye, a su manera, a un nunca nombrado sabotaje de las artes: a impedir que llegue con plenitud a su público natural aquello que podría significar una experiencia liberadora, de lucidez compartida, de placer y descubrimiento.
En los últimos decenios hemos sufrido sucesivas crisis económicas causadas por la especulación improductiva y la codicia sin límites, y también por la dejación de los gobiernos que no han evitado ni los paraísos fiscales ni la aniquilación de los autores mediante el todo gratis de internet. En muchos países la víctima principal ha sido la clase media, que era la mayor parte de la ciudadanía y es la base de toda sociedad democrática. Y la desigualdad económica ha tenido su correlato en el mundo de las artes. Desde el 2008 el mercado se ha polarizado. En un extremo, las firmas consagradas carísimas y una élite de artistas vivos más caprichosa y comercial que artística y verdadera. En el otro, el mercadillo asequible. El problema –la distorsión, la gran injusticia– es que el mejor arte actual está lejos de esos polos y queda excluido. En nuestro país desaparece aquella clase media alta coleccionista y no especuladora que sostenía el mejor arte actual aún no consagrado. Esa desigualdad también existe entre los países ricos y colonizadores y los menos ricos y colonizados. Si un nuevo Joan Miró trabajase hoy en Barcelona no sería conocido en Nueva York. La imagen con nave colonizadora es de David Curto.