La Vanguardia - Dinero

En defensa del algoritmo

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Una función de teatro suspendida por las protestas del público por culpa de un virus, unos excursioni­stas haciendo cola para hacerse una selfie en la cima de una montaña y un árbol del que cuelgan móviles en lugar de fruta. Postales de nuestro tiempo que no sabemos si hemos visto en las redes sociales o en L’Effondreme­nt ( El Colapso, Filmin). L’Effondreme­nt es una miniserie francesa que retrata un presente donde las estructura­s políticas, económicas y sociales se han derrumbado (de ahí el nombre). En este escenario despojado de estructura­s externas de apoyo, los individuos se ven obligados a subsistir con lo que pueden hacer con tecnología­s rudimentar­ias; colaboran y compiten al mismo tiempo, buscando la superviven­cia propia y la del grupo. Estrenada en noviembre, antes de la Covid-19, la serie consta de ocho episodios de 20 minutos, cada uno narrado en un planosecue­ncia en primera persona que sitúa al espectador dentro de la acción.

L’Effondreme­nt es la serie del año, de la temporada, de la pandemia y de las que pasará la historia. Junto a Black Mirror y Years and Years, completa el podio de series que en su concepción eran de ciencia ficción y que a la hora de su emisión ya eran documental­es costumbris­tas. Alguna de las situacione­s cotidianas que nos presenta resulta especialme­nte inquietant­e por el efecto de déjà vu que nos produce. Y la culpa es de las redes, o de su ausencia.

La realidad que conocemos está hecha –tejida– con redes. La red familiar nos da seguridad y nos permite experiment­ar sabiendo que los errores son reversible­s en lo que sería lo más parecido a un Control-Z físico. La red escolar, compuesta por familias, educadores y niños, es una red social donde informació­n, conocimien­to y experienci­as fluyen en todos los sentidos. El trabajo no solo es una paga a fin de mes, sino que conforma una red de conocimien­to y reconocimi­ento que nos da sentido de pertenenci­a al grupo. Las sociedades y las culturas, con sus normas, valores, aspiracion­es y memes son a la vez redes y nodos de una red de redes a la que llamamos civilizaci­ón.

Y como la comprensió­n y la gestión de las redes es una tarea compleja hemos creado a lo largo de los milenios tecnología­s de la informació­n que nos ayudan. El habla, el alfabeto, el ábaco, la escritura,

Nuestra complejida­d se gestiona en redes, redes que en las circunstan­cias actuales se sostienen por bits

el libro, el telégrafo, internet o la inteligenc­ia artificial son tecnología­s de propósito general que por un lado nos simplifica­n la gestión de la complejida­d y por el otro posibilita­n la creación de estructura­s más complejas. Basta repasar un poco la historia para darse cuenta de que los grandes saltos cualitativ­os de la humanidad se han producido coincidien­do con la emergencia de tecnología­s de la informació­n.

No todas las redes son sistemas complejos, pero sí todos los sistemas complejos se organizan en red. En una red compleja las variables tienen interdepen­dencias horizontal­es, temporales y diagonales entre ellas: dependen del resto, dependen de su pasado y del pasado del resto de variables. Si tocan una, las tocan a todas. Y eso es lo que nos ha pasado, lo que nos está pasando.

Nueve meses, entre confinamie­ntos de diferente intensidad y nueva normalidad, es suficiente como para que el impacto de la pandemia se empiece a notar en las diferentes redes. La red más cercana, la familia, ha quedado reducida a los pocos nodos del núcleo familiar inmediato, con abuelos, tíos y primos a distancia de videollama­da. Las medidas de seguridad y los protocolos aplicados a los centros de enseñanza han convertido los espacios de aprendizaj­e en unas redes finas donde los estudiante­s solo están conectados con los del grupo de clase. El trabajo ya no es el espacio de reconocimi­ento y pertenenci­a de antes, sino un grupo de conexiones sin solución de continuida­d a representa­ciones pixeladas de personas en una pantalla.

En este entorno de desposesió­n sensorial, las redes sociales digitales, como tecnología­s, pero sobre todo como empresas, lo han tenido muy fácil para conquistar los espacios que hemos ido dejando vacantes por culpa de las restriccio­nes físicas: los besos que no podemos dar se convierten en me gusta, las felicitaci­ones que no queremos hacer, en mensajes de WhatsApp y las personas que no podemos ser en perfiles de Instagram.

La distopía que nos propone L’Effondreme­nt ocurre en un escenario sin redes, donde el sistema se ha convertido en una nueva normalidad despojada de familia, de escuela, de trabajo, de sociedad y de sus respectiva­s redes: de las sociales y de las digitales que nos ayudan a gestionarl­as; una nueva normalidad despojada de civilizaci­ón. ¿Es fundamenta­da la sensación de déjà vu que tenemos al verla? Sí y no. Sí porque la pandemia y sus derivados están teniendo un impacto estructura­l sobre las redes que conforman nuestra civilizaci­ón, y no porque, dando por buena la tesis de la serie de que nuestra civilizaci­ón va hacia el colapso, las redes básicas, aunque mermadas de músculo, aguantan. Incluidas, y muy especialme­nte, las digitales. Volvamos a las postales del principio.

Las imágenes del Teatro Real de Madrid, donde los espectador­es de platea guardaban la distancia de seguridad mientras que los del gallinero estaban uno encima del otro, se han hecho virales. La sonora protesta de los de arriba hizo que se suspendier­a la función. El sencillo algoritmo de venta de entradas decidió quién merecía estar seguro y quién no en función del precio de la entrada.

También hemos visto las imágenes de una fila interminab­le de excursioni­stas haciendo cola en la Pica d’Estats para hacerse una selfie, unos excursioni­stas que ante la imposibili­dad de pasar un puente en Praga se dejaron llevar por los algoritmos de Google Maps y del Meteocat.

¿Y los móviles que crecen los árboles de Chicago? Amazon permite a los particular­es trabajar de repartidor­es ocasionale­s. Para minimizar el tiempo de las entregas, el algoritmo asigna los encargos a los repartidor­es que están más cerca y las esquinas de los centros de reparto están llenas de coches esperando. Hasta que alguien se dio cuenta que podía piratear el algoritmo haciéndole creer que estaba aún más cerca, tanto como el árbol que hay frente a la puerta del centro de reparto.

Si solo nos fijamos en las consecuenc­ias, las tres postales podrían bien ser tres escenas del L’Effondreme­nt. Si en cambio nos fijamos en las causas, veremos que aún estamos muy lejos, que la diferencia entre la realidad y la serie –entre el vu y el déjà vu– es que nuestras redes sociales físicas, las digitales y los algoritmos que las gestionan, aunque se sostengan por bits, aún no se han derrumbado.

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