Nuevo centro de gravedad
Durante los últimos años hemos asistido a un extraordinario aumento del peso de los países emergentes, especialmente de China. El pasado 2020, el PIB de este país se incrementó un 2,3%, que si bien es la tasa de crecimiento más débil desde la era Mao, es suficiente para convertirla en la única gran economía mundial con crecimiento. Compárenlo con las estimaciones del Banco Mundial, que proyectan un retroceso global de un -4,3% arrastrado por una contracción del -3,6% para EE.UU. y del -7,4% para la triste eurozona.
El Catay de Marco Polo ya pisa los talones a la mayor economía del mundo, aumentando su participación en el PIB global hasta casi el 19% y adelantando al 2028 los pronósticos sobre el año en que alcance la paridad con Estados Unidos. La cuestión es bien distinta en términos de ingresos per cápita: los 11.000 dólares de China siguen muy por detrás de los 65.000 de EE.UU. La velocidad a la que se produce este cambio, con unos países desarrollados estancándose mientras los emergentes aumentan vertiginosamente su peso, está cambiando el orden internacional y tenemos que asumir las consecuencias a nivel institucional e inversor.
El problema radica en que estas economías ascendentes no alcanzan la riqueza per cápita suficiente como para asumir las mismas obligaciones que las desarrolladas, con los costes que supone el liderazgo. Lo que termina generando un mayor bilateralismo, inestabilidad, desarrollo de estructuras institucionales alternativas o políticas no cooperativas. A nivel de mercados financieros, esta reconfiguración del orden mundial polarizado hace que los inversores estén materializando su exposición en los dos polos de crecimiento global, lo que supone, entre otras cosas, una elevada exposición al sector en el que se desarrolla principalmente esta guerra: el tecnológico.
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