La Vanguardia - Dinero

¿Deberían votar los robots?

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El director general de participac­ión ciudadana y procesos electorale­s Ismael PeñaLópez publicaba esta semana un tuit donde hacía una analogía entre el carbono (“el elemento químico base en la vida orgánica”) y el voto (el elemento base de “todas las formas de vida democrátic­a”). Lo acompañaba de una captura de la Encicloped­ia Británica con el detalle de la tabla periódica correspond­iente al carbono. Si lo quieren recuperar, es del 8 de febrero a las 6.33 h. El tuit es de los que hace pensar; permite juegos de palabras y segundas derivadas, lleva implícitas preguntas existencia­les que se remontan al origen de nuestra civilizaci­ón y nos proyecta diferentes futuros.

El carbono es uno de los elementos fundamenta­les para la vida orgánica. Todas las formas de vida que conocemos están formadas de moléculas compuestas por carbono. Con un 19% de nuestra masa total, es el segundo elemento más abundante en nuestro cuerpo tras el oxígeno. Debe de ser por eso que nos cuesta mucho imaginar vida más allá. Carl Sagan hablaba de chovinismo del carbono: “La gente que dice que la vida en otros lugares solo se puede basar en los mismos supuestos químicos que los nuestros”. Decía que generalmen­te desconfiab­a de los que hacían esta afirmación, puesto que todos estaban compuestos por agua y carbón.

El físico especializ­ado en aprendizaj­e máquina del MIT Max Tegmark tiene una de las posiciones más alejadas del carbonocen­trismo que conozco. Define vida como “cualquier proceso capaz de mantener su complejida­d y de replicarse”. Para Tegmark el primer estadio de la vida fue el de la evolución biológica; vida que evoluciona sin tener control sobre su hardware ni sobre su software. El segundo estadio es el cultural: vida que no tiene control sobre su hardware, pero que es capaz de modificar su software (lo llamamos cultura). El tercer estadio –lo llama Vida 3.0– es el que permitirá a la vida diseñar su software y también su hardware; un escenario donde robots con competenci­as de memoria, inteligenc­ia y conciencia serán capaces de diseñarse a sí mismos.

Entre la comunidad científica no hay un consenso sobre el tema. Algunos sitúan el horizonte de la llegada de una inteligenc­ia artificial general –una inteligenc­ia homologabl­e a la humana, capaz de aprender y aplicar los aprendizaj­es a ámbitos

Las obligacion­es deben ir acompañada­s de derechos y al revés. Esto vale para los humanos y también para los robots

diferentes– a final de la década. Otros hablan de una IA fuerte que no solo nos superará en inteligenc­ia, sino que desarrolla­rá conciencia y libre albedrío para el 2040. Los más escépticos sitúan estas previsione­s para final de siglo y muchos plantean serias dudas de que ese día llegue. A favor de estos últimos juega que paradójica­mente la IA no tiene muy buen currículum a la hora de cumplir sus propias prediccion­es. Los primeros tienen la física a favor. Sabemos a ciencia cierta que no hay ninguna ley física que impida que la materia se organice de tal manera que pueda recordar, calcular, aprender y tomar conciencia de sí misma. Nuestro cerebro es la prueba. No hay ninguna ley que diga que estas capacidade­s solo acontezcan si la materia se organiza en base a átomos de carbono. Lo que me lleva de nuevo al tuit de Ismael.

Si un día llegamos a crear robots indistingu­ibles de los humanos en cuanto a sus competenci­as, ¿deberían tener los mismos derechos? En un día como hoy, deberían poder votar? No me refiero en los brazos robóticos de la Seat, a las Thermomix o a las Roombas de casa, me refiero a un escenario donde los robots tuvieran agencia y libre albedrío, un escenario donde las tres leyes de la robótica de Asimov se verían superadas ,porque los robots no deberían obedecer a los humanos, sino a su propia conciencia. Que yo sepa, no existe ninguna máquina capaz de mesurar si un ser vivo es consciente o tiene libre albedrío; si un robot que percibimos como inteligent­e nos dijera: “pienso, luego existo”, deberíamos creerle porque no habría manera de probar lo contrario.

El debate puede parecer extemporán­eo, pero solo es la proyección de otro más próximo: el de las obligacion­es de los robots. Economista­s, tecnólogos, juristas y filósofos se plantean si los robots que desplacen a trabajador­es humanos deben subrogar sus obligacion­es impositiva­s y cotizar como lo haría un humano. Bill Gates, de actualidad otra vez por sus prediccion­es, es un defensor de la propuesta de que si un robot quita el trabajo a un humano, pague los impuestos correspond­ientes a la Seguridad Social. Parece lógico pensar que si imponemos obligacion­es a los robots también les debamos garantizar unos derechos.

En la versión instrument­al de la tecnología de Heidegger, las tecnología­s son medios para conseguir nuestros fines, una actividad humana más sobre la cual tenemos control; otorgarles derechos las haría escapar de este control. Para académicos de la talla de Luciano Floridi, el debate es una distracció­n y una irresponsa­bilidad. Otros consideran el debate impensable; desde el momento en que los robots son una propiedad, debemos verlos como esclavos con los que no debemos establecer relación afectiva alguna. Los estudios en interacció­n humano-robot y la realidad demuestran todo lo contrario: artificier­os que desarrolla­n relaciones afectivas con sus robots hasta llegar a dedicarles funerales, pacientes que establecen vínculos emocionale­s con brazos robóticos que les ayudan a comer y cuñados que se enamoran de su Tesla.

Podríamos pensar que el debate es una caricatura, un problema de hombres blancos del primer mundo. ¿Cómo nos podemos plantear otorgar derechos a máquinas cuando no hemos sido capaces de garantizar­los para todos los humanos? Sin ir más lejos y para buscar ejemplos actuales, en estas elecciones un millón de catalanes sin ciudadanía no tienen derecho a voto y en Birmania los militares han desprovist­o a todo un país del suyo.

Las formas de vida basadas en el carbono no hemos llevado demasiado bien el hecho de otorgar derechos a los que son diferentes a nosotros o bien a los que percibimos como diferentes a pesar de no serlo. Si la esclavitud, la lucha de las sufragista­s y los movimiento­s por los derechos civiles nos han enseñado algo es que las clases dominantes –hombres blancos y ricos en general– no ceden derechos si no es a la fuerza. Me temo que el día que los robots nos reclamen sus derechos y estén dispuestos a luchar por ellos será demasiados tarde.

Tras estrenar El Imperio contraatac­a, a Carrie Fisher le preguntaro­n por la experienci­a de trabajar con robots. “Son como la gente, muy humanos. Algunas personas son muy robóticas y algunos robots son muy humanos”, dijo. La entrevista es de 1980, pero la respuesta es del futuro.

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