Los tulipanes también lloran
Amsterdam
El proceso empieza en julio, cuando se excavan los bulbos y se separan los viejos que ya no producen de los nuevos. Una vez debidamente tratados, los escogidos se plantan en octubre, antes de que la tierra se vuelva fría y dura con el invierno, y más tarde se trasladan a los invernaderos. Y en marzo los tulipanes empiezan a florecer, a punto para que los turistas de todas partes vengan a los Países Bajos para admirar maravillados sus campos de colores, y que se exporten a medio mundo para celebrar el día internacional de la Mujer, el día de la Madre, la Semana Santa, bodas, primeras comuniones y bautizos.
¿Pero qué pasa cuando las bodas, cumpleaños, primeras comuniones y bautizos son dejados para mejor ocasión, o si se celebran es en pequeño comité por las restricciones de los confinamientos, y no hay turistas porque las fronteras están más o menos cerradas, los cruceros están suspendidos hasta nueva orden, las cenas románticas de San Valentín son en casa y las celebraciones del día de la Madre más simbólicas que otra cosa, y sin flores? Pues que una industria de siete mil millones de euros lo pasa francamente mal.
En un mes de marzo normal, los neerlandeses estarían vendiendo tulipanes por valor de treinta millones de euros al día, el principio de una temporada que dura aproximadamente ocho semanas, hasta finales de mayo. Pero nada es normal. El año pasado –coincidiendo con el principio de la pandemia en Europa y el consiguiente caos– fue un auténtico desastre, con el volumen de negocio reducido a la mitad. El actual pinta ligeramente mejor, gracias a que las medidas en la mayoría de los países se han suavizado, pero aun así...
Y para complicarlo todo aún más si cabe, ¡el Brexit! Porque si bien las flores están exentas de los nuevos controles aduaneros, la situación en los puntos de acceso al Reino Unido (como Harwich, adonde llega la inmensa mayoría de las exportaciones neerlandesas) es en muchos casos caótica, con retrasos debidos al papeleo que hacen que los tulipanes y las rosas se marchiten a veces antes de llegar a destino, a pesar de viajar en camiones refrigerados y en las condiciones de transporte más adecuadas posible.
Un ochenta por ciento de todas las flores que se venden en el Reino Unido procede de los Países Bajos, un comercio de 825 millones de euros anuales. Antes del Brexit, un exportador podía recibir un encargo a las 4 de la tarde, y a la mañana siguiente los crisantemos, claveles, rosas o tulipanes estaban en las floristerías de Londres, y unas horas después en las de Manchester, Liverpool, Newcastle, Birmingham, Edimburgo o Glasgow. Ahora, puede que sí o puede que no, todo depende del funcionario de aduanas que toque y de lo quisquilloso que sea con la documentación requerida.
El año pasado las subastas de tulipanes en lugares como Aalsmeer o Naaldwijk fueron un auténtico desastre. Nadie pagaba un duro por las flores, y nada menos que 140 millones de tulipanes fueron destruidos. El resto, comprados en un gesto solidario por un millar de empresas nacionales y donados a residencias de ancianos, escuelas y hospitales para que no se desperdiciaran. Las pérdidas de productores y distribuidores variaron entre un 10% y un 85% respecto al 2019, siendo menos perjudicados los que suministran a floristerías del país, centros de jardinería y tiendas pequeñas, que permanecieron abiertas en los Países Bajos. “La situación sigue siendo difícil, pero cruzamos los dedos para que este mes de marzo las cosas vayan mejor”, dice Frank Overmars, gerente de una firma del sector.
Los Países Bajos exportan anualmente 2.000 millones de tulipanes y producen un 77% de los bulbos que se venden globalmente. Las ventas diarias exceden de los 20 millones de euros hasta finales de mayo. incluido un tradicional envío al Vaticano para la misa de Semana Santa oficiada por el Papa en la plaza de San Pedro. Y aunque en los últimos años su cuota del mercado global se ha reducido debido a la competencia de países africanos como Kenia y Etiopía, y latinoamericanos como Colombia y Ecuador, sigue siendo de un importantísimo 35% del total.
Barcelona
Antonio es un barcelonés de 26 años que en el 2019 se trasladó a vivir a Bilbao impulsado por el amor. Debía buscar trabajo rápidamente para pagar el alquiler, así que decidió hacerse repartidor para una plataforma de comida a domicilio. Se convirtió en un rider. Aunque primero se tuvo que dar de alta como autónomo, pagar los servicios de un gestor, comprar una bicicleta de segunda mano y conseguir que un compañero le prestara una mochila. Con todo esto empezaba la nueva aventura laboral, siempre pendiente de que una aplicación del móvil le asignara buenos repartos, ya que esta era la única base de su retribución, cobrando una media de tres euros por cada servicio a domicilio, lo que en una buena noche podía suponer 10 euros a la hora. Cuando Antonio valora la experiencia, señala que tenía “mucha flexibilidad horaria, pero a la vez mucha incertidumbre, con esperas interminables y una competencia feroz entre compañeros”.
Esta semana se ha dado a conocer el contenido de la nueva ley de los riders, fruto de un acuerdo entre los agentes sociales, que reconoce a los repartidores como asalariados de pleno derecho y no como autónomos. Además, el texto incluye otro artículo que obliga a las empresas de delivery a informar a sus empleados de las reglas de los sistemas de inteligencia artificial que afecten a las condiciones de trabajo. Una nueva norma que se parece a las que están aprobando otros países como Italia y que pretende dar respuesta a una demanda social que volvió a acentuarse el mes pasado, cuando se conoció la noticia del accidente mortal de un repartidor en Madrid, al que costó identificar porque estaba subcontratado por otro rider y cargaba una mochila que no coincidía con la de la empresa a la que servía.
Cuando la dignificación del trabajo tiene que llegar por imperativo legal acaba dejando siempre un regusto agridulce, ya que pone de manifiesto que sigue habiendo carencias importantes en los principios que deberían regir el management empresarial. De hecho, en el caso de los repartidores seguirán existiendo retos pendientes que no resuelve la nueva ley, como la formación, los métodos de trabajo o los requisitos del transporte que pueden utilizar. En este sentido, algunas asociaciones de consumidores ya han alertado sobre cuestiones tan relevantes como la seguridad alimentaria en el delivery, exigiendo mayor control sobre la higiene, la temperatura o la correcta manipulación de la comida.
Estamos ante un sector en clara expansión. Según datos de Kantar Worldpanel, el 2020 se cerró con crecimientos del 60% en la facturación de la comida a domicilio. Pero para garantizar la escalabilidad del negocio será necesario seguir mejorando los procesos y evitar lo que el economista Carlo Maria Cipolla denominó “comportamiento estúpido”, refiriéndose a los actos que no acaban beneficiando a nadie. Y es que en el delivery existe el riesgo real de entrar en una dinámica negativa en la que los trabajadores estén insatisfechos por las malas condiciones, los clientes no reciban un buen servicio, los restauradores consideren que pagan por algo que no les beneficia y las empresas de reparto empeoren su imagen y dejen de aportar valor.
Antonio ha vuelto a Barcelona. Ahora trabaja como repartidor en una hamburguesería. Tiene contrato fijo, cobra un sueldo digno, conoce su horario, le proporcionan una moto limpia y le han formado en manipulación de alimentos. El amor bilbaíno ya no le acompaña, pero está contento.