La Vanguardia - Dinero

La promesa de un pasado mejor

- Josep Maria Ganyet Etnógrafo digital

La IA ha pasado en pocos años de ser un ámbito de investigac­ión en computació­n y cognición a ser una etiqueta de marketing. Cuando la IA se había convertido casi en un anunciado en televisión, en pocos meses hemos visto cómo mutaba a fenómeno pop. El mérito, o la culpa si quieren, la tiene OpenAI, su enorme modelo de lenguaje GPT y su omnipresen­te ChatGPT. Creada en el 2015, tiene como objetivo “avanzar en la inteligenc­ia digital de la forma que sea más probable que beneficie a la humanidad en su conjunto, sin limitacion­es por la necesidad de generar retorno financiero”. La oenegé de la IA. ¡Bravo!

OpenAI era sólo hace seis meses como el Google de 1998; el epítome de empresa emergente que quería cambiar el mundo porque hacía las cosas de forma diferente, una empresa simpática. Pero en el 2001 Google se dio cuenta de que si podía establecer una relación causal entre las búsquedas de los usuarios y lo que ocurría en el mundo, estaba en disposició­n de predecir el futuro. Google empezó a utilizar los datos de nuestra actividad para entrenar su IA con el objetivo de saber cuál sería nuestro próximo clic. Es el nacimiento del “capitalism­o de vigilancia”.

El otro gran momento es cuando Facebook se da cuenta en el 2012 que puede influir en el ánimo de la gente. En un infame experiment­o social la empresa estudió el comportami­ento de un grupo de usuarios a los que mostraba predominan­temente noticias de carácter negativo y a otro, noticias más bien positivas. La conclusión del estudio es que, también en línea, se produce un efecto de contagio emocional que influye en nuestras decisiones. Trump y el Brexit son algunas de sus consecuenc­ias.

Volvemos a la simpática OpenAI. Dado que las leyes de la física son iguales para todos y usar todo el contenido de internet para entrenar una red neuronal profunda de miles de millones de parámetros vale mucho dinero, la empresa dio con un muro de pago. Los costes de tal empresa sólo están al alcance de las grandes corporacio­nes tecnológic­as. Esto explica por qué Meta, Google, Amazon, NVIDIA y las chinas Baidu y Huawei tienen modelos enormes de lenguaje similares al GPT y la Jijonenca, no (el silencio de Apple hace sospechar a todos que también está trabajando). A los costes hay que añadir el de mantener un chat gratis para más de cien millones de usuarios que se calcula en 100.000 dólares diarios. Microsoft al rescate.

Microsoft invirtió de forma muy discreta 1.000 millones de dólares en el 2019 –Bill Gates les conocía desde el 2016– y ha confirmado su inversión de otros 10.000, además de poner su nube a disposició­n de OpenAI. A cambio, la exclusiva de la utilizació­n del modelo de lenguaje GPT para su buscador Bing (si se descarga el navegador Edge de Microsoft podrá probarlo gratis). Aparte, para poder sufragar los elevados costes de operación, OpenAI ha hecho el ChatGPT-4 de suscripció­n a 20 dólares al mes (el 3.5 todavía es gratis). De repente la empresa simpática a la que todo el mundo equiparaba con un centro de investigac­ión sin ánimo de lucro pasaba a ser una empresa con mucho ánimo de lucro, que ya no publicaba los detalles de la investigac­ión y que iba con uno de los malos de la película. OpenAI sólo ha tardado unos meses en quitarle el sitio de Skynet a Google.

Sam Altman, el joven ejecutivo jefe de OpenAI, tuiteaba a principios de diciembre a raíz del lanzamient­o de ChatGPT que “es increíblem­ente limitado, pero lo suficiente­mente bueno en algunas cosas como para crear una impresión engañosa de grandeza”. Últimament­e se ha manifestad­o “un poco asustado” por la tecnología que su empresa está poniendo en manos de todos. Tómenselo con una pizca de excepticis­mo: en estas declaracio­nes hay realidad –el sistema es muy avanzado y capaz de pasar exámenes de acceso a la práctica de derecho– pero también hay marketing del apocalipsi­s. El CTO de OpenAI ya había manifestad­o la necesidad de una regulación en IA mucho antes de la carta abierta firmada por líderes del sector pidiendo una moratoria en el entrenamie­nto de sistemas como el GPT.

Hay mucha confusión en todo ello: en las capacidade­s de ChatGPT –se le atribuye una inteligenc­ia que no tiene–, en la demanda de OpenAI de regulación –que serviría para apuntalar su posición dominante– y en su marketing del apocalipsi­s –poner el foco en el largo plazo le permite evitar hablar de los problemas éticos actuales–. También existe mucha confusión en la carta abierta que científico­s, ingenieros y empresario­s han firmado. No ayuda que haya personajes rimbombant­es como el reconocido apóstol del apocalipsi­s Yuval Harari o el reconocido trol de Twitter Elon Musk. Este último tiene cuentas pendientes con Sam Altman desde que saltó de OpenAI al no poder tomar el control. También es muy llamativa la ausencia de científico­s, ingenieros y empresario­s chinos. Tampoco ayuda a que el documento hable del “fin de la civilizaci­ón” y que en algunos pasajes parezca la introducci­ón de Terminator. No me malinterpr­eten. A pesar de no compartir la forma, comparto el fondo y estoy muy de acuerdo con Sam Altman cuando dice que el ChatGPT puede “crear una impresión engañosa de grandeza”. Como todo lo que genera es muy verosímil, demasiado a menudo lo damos por bueno y esto tiene implicacio­nes para el futuro… pero también para el pasado. El colega y amigo Albert Cuesta introdujo en el buscador Bing –abierto a todo el mundo y que utiliza el GPT-4– los cuatro primeros párrafos de un texto suyo publicado en el diario Ara. El buscador le respondió que el autor era Javier Marías y que el artículo ¡había sido publicado en El País! “Hasta aquí el experiment­o”, decía Cuesta en Twitter.

Puede parecer una anécdota, pero no lo es. Si no tenemos cuidado no nos daremos ni cuenta y ya estaremos reescribie­ndo nuestro pasado de una manera análoga a la del Ministerio de la Verdad de Orwell. El ChatGPT ha sido prohibido en China porque lo que responde sobre Tiennanmen, Tíbet o los uigures no se correspond­e con la versión oficial. Parece que en esta nueva iteración el capitalism­o de vigilancia no sólo nos promete un futuro mejor, sino que también nos promete un pasado mejor. Si esto no ocurre, el ChatGPT seguro que me podrá cambiar la conclusión de este artículo dentro de unos años.

Reinterpre­tar Visitar el pasado es siempre reescribir­lo, y los sistemas de aprendizaj­e automático, en esto, sobresalen

Interrogan­tes Hay mucha confusión en las capacidade­s de ChatGPT ( se le atribuye una inteligenc­ia que no tiene), en la demanda de OpenAI de regulación y en su marketing del apocalipsi­s

El coleccioni­sta se mueve entre el relato que construye, la pasión y crecer en número

menudo hay razones de peso que lo justifican, como unas obras en casa o unificar varios transporte­s. Pero les aseguro por experienci­a familiar –en casa estamos en el negocio del arte desde 1979– que pueden pasar meses y años hasta que llegas a entregar una obra vendida y cobrada. Y se convierte en un problema de almacenami­ento y de seguro, pues uno ya no sabe qué hacer con ellas, a sabiendas que a veces se acerca el cliente a la galería y pide volver a ver la obra. No por desconfian­za, sino por el placer de contemplar­la. Suelo contar el caso de un buen coleccioni­sta de Barcelona que me impedía entregárse­las para que su esposa no supiera todo lo que adquiría, y llegó a amenazarme con dejar de comprarme si se enteraba por mí. Todos los galeristas les contarían anécdotas, pero lo que algunos se están empezando a plantear, y eso es nuevo, es cobrar por almacenami­ento pasados los 30 días.

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