Iglesia pobre y para los pobres
CUANDO se abrieron el pasado miércoles los ventanales del balcón de la plaza de San Pedro y se anunció el nombre del cardenal Bergoglio como nuevo Papa, con el nombre de Francisco, se produjo un desconcierto general, ya que no figuraba entre los favoritos. ¿Cómo es este cardenal argentino que ha dado la vuelta a un cónclave que parecía orientado en otra dirección? Desde entonces, el nuevo Papa, con un lenguaje directo, no ha dejado de sorprender a todo el mundo por su extrema sencillez y la fuerza de su mensaje. Ayer, ante varios miles de periodistas reunidos en el aula Pablo VI y demostrando un gran dominio del mensaje, algo imprescindible en el siglo XXI, pronunció el que ya es el primer recado de su corto magisterio: “¡Cómo me gustaría tener una Iglesia pobre y para los pobres!”. Es posible que algunos cimientos ya estén empezando a temblar ante la rapidez hoy en día de las cosas. Juan Pablo I, uno de los papas más breves de la historia –33 días– eligió como lema de su pontificado humilitas (humil- dad), lo que se reflejó en su polémico rechazo de la coronación y de la tiara papal en su ceremonia de entronización en 1978. Intentó Albino Luciano ser un Papa para la Iglesia de los pobres, pero no tuvo tiempo. Ahora Francisco recoge en parte aquel legado y buena parte de aquellas esperanzas de cambio desde la doctrina de la Iglesia. Que tendrá un efecto multiplicador en tantos lugares del mundo y en unos momentos en que la crisis económica no sólo cercena proyectos humanos y profesionales, sino que sitúa en la pobreza a muchos sectores de la sociedad. Y todo ello en un momento en que nuestro continente aparece cada vez más anquilosado y ensimismado en sus propios problemas y cuando la fuerza –no tan sólo la espiritual– hay que ir a buscarla fuera de Europa.