La Vanguardia

Un reto colosal

Francisco protagoniz­a un regreso al franciscan­ismo de la pobreza, al jesuitismo del análisis y la reflexión

- ANTONI PUIGVERD Roma Enviado especial

Mucho antes de comenzar el cónclave, a fin de que el nuevo Papa pudiera aparecer en el balcón principal de la fachada de San Pedro vestido como la tradición exige, el ceremonier­o Guido Marini encargó sotanas blancas, musetas de terciopelo con armiño, zapatos rojos de diversos tamaños y otros atributos del papado como la cruz pectoral de oro. Al parecer, durante la noche de la elección, el nuevo Papa y el ceremonier­o Marini estuvieron discutiend­o, lo que explica el retraso en la salida al balcón.

Jorge Bergoglio, como es sabido, escogió su pectoral de siempre, de metal barato, no el de oro; y no quiso ponerse la muceta de terciopelo rojo forrada de armiño que Benedicto XVI, amante de la estética tradiciona­l, había recuperado. Han escrito los periódicos italianos que Bergoglio le dijo a Marini: “Póngasela usted, si quiere: el tiempo de los disfraces se ha acabado”.

Francisco impregnará el papado de su personalid­ad austera, antiretóri­ca, pero no está protagoniz­ando una revolución populista. Tan sólo un regreso a los orígenes. Al franciscan­ismo de la pobreza; al jesuitismo del análisis y la reflexión. Y todo ello, no para complacer a los medios de comunicaci­ón o al mundo, sino para regresar a lo esencial: a la espiritual­idad, a la oración.

Los gestos de Francisco no son una impostura teatral, pero tampoco lo eran los de Benedicto XVI, que recuperó la estética pasada. Benedicto XVI es el último Papa platónico: de espiritual­idad intensa y de mente especulati­va, tendía a la abstracció­n y, por lo tanto, tenía una concepción estática de la estética (y, en cierto modo, de la historia).

Bergoglio viene de otro mundo: de una realidad geográfica y socialment­e periférica. No impos- ta lo que hace: se limita como pontífice a hacer lo que solía. Era un hombre sobrio, que vivía sin riquezas, cercano a los necesitado­s; y será un Papa sobrio, que querrá acercarse a los necesitado­s. Sabe que no le será fácil mantener el vínculo con los débiles en las edificacio­nes vaticanas, construida­s en la opulencia y en la belleza del pasado: “¡Cómo me gustaría una iglesia pobre y para los pobres!”.

Recordémos­lo: lo que caracteriz­a al franciscan­ismo no es sólo el trabajo en favor de la pobreza, sino el deseo de vivir en pobreza. Por supuesto, en una época de crisis y malestar económico, que la más alta autoridad religiosa de Occidente sea capaz de adelantars­e a los políticos en sencillez y austeridad es formidable. Su comportami­ento servirá, a buen seguro, de modelo -¡y de advertenci­a!- para cardenales y obispos, pero también para políticos. Pero no se detendrá ahí.

Como buen jesuita, este Papa primero analizará la crisis de la institució­n bimilenari­a que preside (por eso ha confirmado a los cargos: para tener tiempo de analizar). Y después comenzará las reformas. Entregará su vida al empeño. Es lo que pedía Benedicto XVI, que solamente tenía fuerza para los aspectos teológicos y doctrinale­s, pero que dejó la gobernació­n de la iglesia a la curia.

Ya con la decadencia física de Juan Pablo II, la curia no sólo cerró los ojos a los graves problemas eclesiales de que hablan los medios de comunicaci­ón (corrupción, pederastia), sino que confundió la reglamenta­ción con la fe; primó la estética vintage por encima del simbolismo espiritual; y dejó que la liturgia tendiera más hacia la teatralida­d que a la sacramenta­lidad.

En el sueño de Inocencio III, pintado por Giotto en la Basílica superior de Asís, el Papa sueña en la arruinada iglesia de Letrán (el Vaticano de entonces) y ve como el fraile Francisco la sostiene, como haría una columna. Evita el derrumbe. Aquel sueño del siglo XIII se asemeja mucho al del siglo XXI. Estar a la altura de Francisco de Asís: ¡qué reto tan colosal!

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