Un reto colosal
Francisco protagoniza un regreso al franciscanismo de la pobreza, al jesuitismo del análisis y la reflexión
Mucho antes de comenzar el cónclave, a fin de que el nuevo Papa pudiera aparecer en el balcón principal de la fachada de San Pedro vestido como la tradición exige, el ceremoniero Guido Marini encargó sotanas blancas, musetas de terciopelo con armiño, zapatos rojos de diversos tamaños y otros atributos del papado como la cruz pectoral de oro. Al parecer, durante la noche de la elección, el nuevo Papa y el ceremoniero Marini estuvieron discutiendo, lo que explica el retraso en la salida al balcón.
Jorge Bergoglio, como es sabido, escogió su pectoral de siempre, de metal barato, no el de oro; y no quiso ponerse la muceta de terciopelo rojo forrada de armiño que Benedicto XVI, amante de la estética tradicional, había recuperado. Han escrito los periódicos italianos que Bergoglio le dijo a Marini: “Póngasela usted, si quiere: el tiempo de los disfraces se ha acabado”.
Francisco impregnará el papado de su personalidad austera, antiretórica, pero no está protagonizando una revolución populista. Tan sólo un regreso a los orígenes. Al franciscanismo de la pobreza; al jesuitismo del análisis y la reflexión. Y todo ello, no para complacer a los medios de comunicación o al mundo, sino para regresar a lo esencial: a la espiritualidad, a la oración.
Los gestos de Francisco no son una impostura teatral, pero tampoco lo eran los de Benedicto XVI, que recuperó la estética pasada. Benedicto XVI es el último Papa platónico: de espiritualidad intensa y de mente especulativa, tendía a la abstracción y, por lo tanto, tenía una concepción estática de la estética (y, en cierto modo, de la historia).
Bergoglio viene de otro mundo: de una realidad geográfica y socialmente periférica. No impos- ta lo que hace: se limita como pontífice a hacer lo que solía. Era un hombre sobrio, que vivía sin riquezas, cercano a los necesitados; y será un Papa sobrio, que querrá acercarse a los necesitados. Sabe que no le será fácil mantener el vínculo con los débiles en las edificaciones vaticanas, construidas en la opulencia y en la belleza del pasado: “¡Cómo me gustaría una iglesia pobre y para los pobres!”.
Recordémoslo: lo que caracteriza al franciscanismo no es sólo el trabajo en favor de la pobreza, sino el deseo de vivir en pobreza. Por supuesto, en una época de crisis y malestar económico, que la más alta autoridad religiosa de Occidente sea capaz de adelantarse a los políticos en sencillez y austeridad es formidable. Su comportamiento servirá, a buen seguro, de modelo -¡y de advertencia!- para cardenales y obispos, pero también para políticos. Pero no se detendrá ahí.
Como buen jesuita, este Papa primero analizará la crisis de la institución bimilenaria que preside (por eso ha confirmado a los cargos: para tener tiempo de analizar). Y después comenzará las reformas. Entregará su vida al empeño. Es lo que pedía Benedicto XVI, que solamente tenía fuerza para los aspectos teológicos y doctrinales, pero que dejó la gobernación de la iglesia a la curia.
Ya con la decadencia física de Juan Pablo II, la curia no sólo cerró los ojos a los graves problemas eclesiales de que hablan los medios de comunicación (corrupción, pederastia), sino que confundió la reglamentación con la fe; primó la estética vintage por encima del simbolismo espiritual; y dejó que la liturgia tendiera más hacia la teatralidad que a la sacramentalidad.
En el sueño de Inocencio III, pintado por Giotto en la Basílica superior de Asís, el Papa sueña en la arruinada iglesia de Letrán (el Vaticano de entonces) y ve como el fraile Francisco la sostiene, como haría una columna. Evita el derrumbe. Aquel sueño del siglo XIII se asemeja mucho al del siglo XXI. Estar a la altura de Francisco de Asís: ¡qué reto tan colosal!