Valor de cambio
En Sudáfrica hay un nuevo tipo de ladrones. Bien, quizás son los de siempre, pero ahora además de robar dinero, joyas y cualquier otra cosa, roban pelo. Sí, las autoridades avisan a los turistas, y también a la ciudadanía, para que escondan las rastas. La advertencia es muy seria e, incluso en Jamaica, donde es un peinado muy habitual, han alertado a la población para que, en caso de viajar al país, no lleven el pelo suelto. No es un chiste. La situación es peligrosa porque los ladrones cortan las rastas de mala manera, con cualquier tipo de objeto; en el mejor de los casos unas tijeras, en el peor un trozo de cristal afilado. Este tipo de tirabuzones se han vuelto un objeto de deseo, y tienen un alto valor en el mercado. Sólo una rasta puede llegar a costar unos 170 euros. No se han vuelto locos; sólo tienen clara la diferencia entre valor de uso y valor de cambio. Especialmente, este último. Las rastas se han puesto de moda, y de acuerdo con los nuevos tiempos hay gente con dinero y sin espera. Eso tiene como resultado un gran mercado –más ilegal que legal, porque los propietarios de las mismas no están demasiado dispuestos a venderlas– que las proporciona de manera inmediata y se ponen como si fueran extensiones, sin necesidad de sufrir o pasar el proceso que supone hasta ahora conseguirlas de manera natural.
Pagamos lo que sea si podemos –y a veces cuando no podemos– para llevar lo que está de moda y no nos preocupa demasiado cómo se consigue el producto. Eso lo saben muy bien los ladrones que roban para revender: la ganancia está asegurada si se adueñan de aquello que quiere el mercado. Excepto por la particularidad cultural, hacen exactamente lo mismo que nosotros hemos hecho y seguiremos haciendo con otras cosas; más de las que nos parece. Quizás incluso aquí llegará la moda, y veremos rastas en colectivos diferentes a los habituales. La idea de moda es el gran aparato propagandístico del mercado que espolea nuevas necesidades de acuerdo con los productos que este es capaz de crear o con la transmutación de valor de los ya existentes que pueden pasar de indeseables a deseables –y por lo tanto preciados–, de una temporada a la otra; todo eso sin relación alguna con lo que realmente queremos o necesitamos. Lo sabemos –o tendríamos que saberlo–, pero estamos tan atrapados que no podemos vivir al margen de esta gran industria.