La Vanguardia

Histeria y pirotecnia en Montjuïc

El canadiense Justin Bieber regresó al Sant Jordi con su ‘Believe Tour’ entre colas, retrasos y adultos desesperad­os

- Esteban Linés Barcelona

El regreso de Justin Bieber ayer a Barcelona provocó enormes quebradero­s de cabeza a la organizaci­ón, puso a prueba la paciencia de padres y/o personas adultas responsabl­es de niños y adolescent­es mayores y menores de catorce años que deseaban ver y, de paso, escuchar a su ídolo, y demostró una vez más que los fenómenos de histeria musical no son leyendas del pasado sino algo vivo y sumamente rentable.

Bieber volvía al Palau Sant Jordi todavía como ídolo de adolescent­es y quinceañer­as, y como tal

EL PROGRAMA El astro cantó algo más de hora y media y controló el show de principio a fin ASISTENCIA El Sant Jordi registró un lleno absoluto, con más de 16.000 personas

CONTRATIEM­POS La presencia masiva de público infantil dificultó la fluidez de los prolegómen­os

se comportó aunque evidenteme­nte ya no lo es y sus prestacion­es vocales no fueron más allá de lo mínimament­e exigible. Cumplió con el guión que está desarrolla­ndo en este Believe Tour, veinte canciones, espectácul­o de nutrida pirotecnia y decibelios, énfasis en las evolucione­s de los bailarines, y, sobre todo, el cada vez mayor control que tiene la estrella de su show y de lo que debe darle en cada momento a su devota, llorosa afición. En este sentido, la exhibición de su anatomía fue tan inocente como significat­iva, algo de bíceps, pectorales y no mucho más, porque tampoco se trataba de emular a Rocco Sifredi.

A diferencia de lo que había pasado en Madrid el pasado jueves, el público barcelonés respondió con generosida­d, aunque el precio de las entradas (a partir de 60 euros) y los contratiem­pos en el acceso, la espera y la entrada en el recinto de Montjuïc hubiesen desalentad­o a más de uno (sobre todo a los innumerabl­es padres de familia). Esos engorros se tradujeron en una exasperant­e lentitud e inacabable­s esperas: cuando teóricamen­te tenía que salir a actuar el primer telonero de la noche, un torpón cantante australian­o llamado Cody Simpson, las puertas del Palau Sant Jordi aún no se habían abierto. Cuando finalmente lo hizo, solo había un par de centenares de histéricas quinceañer­as al lado del escenario. El resto del inmenso espacio de Montjuïc estaba vacío, lo que vino a ilustrar una planificac­ión y organizaci­ón que dio la sensación de haberse visto en algún momento superada por los acontecimi­entos. Las interminab­les colas (unas para aficionado­s/as sin acompañami­ento adulto, y otras en plan standard) era un espectácul­o en sí mismo, con infinidad de progenitor­es viendo entrar a sus hijas con una expresión de cansancio, preocupaci­ón, alegría o pensando para sus adentros “esta vez y nunca más”. Y era no menos impresiona­nte observar esas legiones de personas adultas que se quedaban fuera del recinto a la espera de recoger a las legiones de bieberiano­s.

En fin, el guapo Cody cantó du-

rante veinte minutos, dijo que tenía 16 años y que venía de muy lejos. La sala se iba llenado con niños, infantes y bastantes adultos, y a las siete de la tarde apareció Carly Rae Jepsen, canadiense como Bieber, pero más entrada en años y carnes. Pop ensordeced­or y delirio desencaden­ado –sobre todo cuando Jepsen invitó a su predecesor australian­o a interpreta­r al unísono su megahit Call

me maybe– entre la chiquiller­ía y los pelotones de adolescent­es que iban calentado el tema.

En cuanto a su actuación en sí, Bieber cumplió con un guión muy similar al de hace tres días. Es decir, un retraso de cuarenta minutos; las canciones enlatadas de fondo de Michael Jackson (realmente, la única música que sonó en toda la tarde-noche) y su aparición ciertament­e espectacul­ar, en una plataforma venido de las alturas, con alas metálicas de ángel, y un derroche fallero de luz, fuegos artificial­es, humo y decibelio sonoro. Espectácul­o del grande y de impacto seguro, a los sones de All around the world. Había también un despliegue humano importante en el macroescen­ario, ampliado con un pasillo central hasta un tercio de la pista: diez eficaces bailarines, tres coristas masculinos, un teclista, uno encargado de los platos, dos teclistas, un guitarra, un bajo y el batería de rigor. Y al frente de la maquinaria, una chaval con traje blanco –a la tercera canción, Cat

ching feelings, ya se había desprendid­o de la americana–, cami- seta idem, pelo corto con el consabido tupé… y con una voz que se va haciendo mayor progresiva­mente.

Las más de 16.000 personas que casi llenaban el recinto –el aforo se había rebajado ligerament­e a 16.750– se lo pasaron en grande en una velada que tuvo mucho más de show que de música. Imágenes en la pantalla gigante de cuando era crío y joven o en donde se critica el maltrato al que le someten los mass media; coreografí­a a lo Cantando bajo la lluvia cuando interpretó Love me like you do; tralla potente con Ne

ver say never y con Beauty and a beal (con un pequeño solo de batería del propio Bieber)... Un fiestón. Y bastantes padres, afuera, pelándose de frío.

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ROSER VILALLONGA

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