Histeria y pirotecnia en Montjuïc
El canadiense Justin Bieber regresó al Sant Jordi con su ‘Believe Tour’ entre colas, retrasos y adultos desesperados
El regreso de Justin Bieber ayer a Barcelona provocó enormes quebraderos de cabeza a la organización, puso a prueba la paciencia de padres y/o personas adultas responsables de niños y adolescentes mayores y menores de catorce años que deseaban ver y, de paso, escuchar a su ídolo, y demostró una vez más que los fenómenos de histeria musical no son leyendas del pasado sino algo vivo y sumamente rentable.
Bieber volvía al Palau Sant Jordi todavía como ídolo de adolescentes y quinceañeras, y como tal
EL PROGRAMA El astro cantó algo más de hora y media y controló el show de principio a fin ASISTENCIA El Sant Jordi registró un lleno absoluto, con más de 16.000 personas
CONTRATIEMPOS La presencia masiva de público infantil dificultó la fluidez de los prolegómenos
se comportó aunque evidentemente ya no lo es y sus prestaciones vocales no fueron más allá de lo mínimamente exigible. Cumplió con el guión que está desarrollando en este Believe Tour, veinte canciones, espectáculo de nutrida pirotecnia y decibelios, énfasis en las evoluciones de los bailarines, y, sobre todo, el cada vez mayor control que tiene la estrella de su show y de lo que debe darle en cada momento a su devota, llorosa afición. En este sentido, la exhibición de su anatomía fue tan inocente como significativa, algo de bíceps, pectorales y no mucho más, porque tampoco se trataba de emular a Rocco Sifredi.
A diferencia de lo que había pasado en Madrid el pasado jueves, el público barcelonés respondió con generosidad, aunque el precio de las entradas (a partir de 60 euros) y los contratiempos en el acceso, la espera y la entrada en el recinto de Montjuïc hubiesen desalentado a más de uno (sobre todo a los innumerables padres de familia). Esos engorros se tradujeron en una exasperante lentitud e inacabables esperas: cuando teóricamente tenía que salir a actuar el primer telonero de la noche, un torpón cantante australiano llamado Cody Simpson, las puertas del Palau Sant Jordi aún no se habían abierto. Cuando finalmente lo hizo, solo había un par de centenares de histéricas quinceañeras al lado del escenario. El resto del inmenso espacio de Montjuïc estaba vacío, lo que vino a ilustrar una planificación y organización que dio la sensación de haberse visto en algún momento superada por los acontecimientos. Las interminables colas (unas para aficionados/as sin acompañamiento adulto, y otras en plan standard) era un espectáculo en sí mismo, con infinidad de progenitores viendo entrar a sus hijas con una expresión de cansancio, preocupación, alegría o pensando para sus adentros “esta vez y nunca más”. Y era no menos impresionante observar esas legiones de personas adultas que se quedaban fuera del recinto a la espera de recoger a las legiones de bieberianos.
En fin, el guapo Cody cantó du-
rante veinte minutos, dijo que tenía 16 años y que venía de muy lejos. La sala se iba llenado con niños, infantes y bastantes adultos, y a las siete de la tarde apareció Carly Rae Jepsen, canadiense como Bieber, pero más entrada en años y carnes. Pop ensordecedor y delirio desencadenado –sobre todo cuando Jepsen invitó a su predecesor australiano a interpretar al unísono su megahit Call
me maybe– entre la chiquillería y los pelotones de adolescentes que iban calentado el tema.
En cuanto a su actuación en sí, Bieber cumplió con un guión muy similar al de hace tres días. Es decir, un retraso de cuarenta minutos; las canciones enlatadas de fondo de Michael Jackson (realmente, la única música que sonó en toda la tarde-noche) y su aparición ciertamente espectacular, en una plataforma venido de las alturas, con alas metálicas de ángel, y un derroche fallero de luz, fuegos artificiales, humo y decibelio sonoro. Espectáculo del grande y de impacto seguro, a los sones de All around the world. Había también un despliegue humano importante en el macroescenario, ampliado con un pasillo central hasta un tercio de la pista: diez eficaces bailarines, tres coristas masculinos, un teclista, uno encargado de los platos, dos teclistas, un guitarra, un bajo y el batería de rigor. Y al frente de la maquinaria, una chaval con traje blanco –a la tercera canción, Cat
ching feelings, ya se había desprendido de la americana–, cami- seta idem, pelo corto con el consabido tupé… y con una voz que se va haciendo mayor progresivamente.
Las más de 16.000 personas que casi llenaban el recinto –el aforo se había rebajado ligeramente a 16.750– se lo pasaron en grande en una velada que tuvo mucho más de show que de música. Imágenes en la pantalla gigante de cuando era crío y joven o en donde se critica el maltrato al que le someten los mass media; coreografía a lo Cantando bajo la lluvia cuando interpretó Love me like you do; tralla potente con Ne
ver say never y con Beauty and a beal (con un pequeño solo de batería del propio Bieber)... Un fiestón. Y bastantes padres, afuera, pelándose de frío.