Iraq, una década después
SE cumplen diez años del comienzo de la guerra de Iraq, un conflicto que la administración del presidente George W. Bush convirtió en la gran respuesta a los atentados del 11 de septiembre del 2001. Aunque los primeros meses de la contienda pusieron de manifiesto la superioridad militar de Estados Unidos y sus aliados, más tarde se comprobó que ni la Casa Blanca ni el Pentágono habían evaluado de manera cabal la complejidad social, religiosa y étnica de Iraq en relación con lo que debía ser la ocupación y posterior reconstrucción y democratización del país que Sadam Husein había convertido en una gran potencia regional. La justificación de la guerra que hizo Bush basada en la existencia de armas de destrucción masiva se demostró falsa, y certificó que la apuesta del entorno neoconservador del presidente se basaba en un intervencionismo arbitrario que había menospreciado los frágiles equilibrios en Oriente Medio, la capacidad de resistencia de los diferentes grupos iraquíes y la demanda de verdad de la opinión pública, especialmente de la europea, mayormente contraria a la invasión. El optimismo simplista del vicepresidente Dick Cheney y del secretario de Defensa Donald Rumsfeld resultó incompetente para gestionar un proyecto bélico que se pretendía rápido y que degeneró en una larga, cara y sangrienta posguerra. La caída del dictador no trajo la paz, sino caos, corrupción, inseguridad y violencia sectaria.
El resultado de la guerra de Iraq es elocuente: de los 189.000 muertos en la contienda, más del 70% fueron civiles, un porcentaje que es superior si se calculan los fallecimientos indirectos. Las tropas estadounidenses perdieron más de 4.400 soldados y el esfuerzo militar efectuado supuso un gasto de 1,5 billones de dólares. Políticamente, la guerra de Bush alimentó el sentimiento aislacionista en la sociedad estadounidense –muy presente hoy entre la derecha extrema del Tea Party– y aumentó la distancia entre EE.UU. y el mundo musulmán, así como el desencuentro entre la Casa Blanca y la mayoría de los gobiernos de la Unión Europea. Varias capitales europeas –entre ellas Barcelona y Madrid– fueron escenario de muchas manifestaciones multitudinarias contrarias a la intervención en Iraq.
Para España, el comienzo de la guerra de Iraq tuvo una relevancia especial, debido a la fuerte implicación del gobierno presidido por José Maria Aznar, muy contestada por la ciudadanía. El mandatario español se reunió con Bush y el premier británico Tony Blair en la cumbre de las Azores el 16 de marzo del 2003, para solemnizar el apoyo militar y diplomático de España a los planes de EE.UU. El protagonismo de Madrid en esta contienda se inscribía en la estrategia del PP de entonces, que abogaba por ubicar el papel de España en el eje atlántico, al margen de las dinámicas marcadas por París y Berlín y en sintonía con los postulados neoconservadores. La llegada al gobierno español del socialista Rodríguez Zapatero representó la retirada de las tropas españolas de Iraq.
Las lecciones de la guerra de Iraq forman parte de la nueva complejidad que nos ha traído el mundo multipolar en el que vivimos. Diez años después sabemos que ni las mentiras oficiales ni el esquematismo geopolítico justifican contienda alguna. La deseable extensión planetaria de la democracia exige más inteligencia que bombas y acuerdos diplomáticos multilaterales y un afinado conocimiento de cada realidad local.