La Vanguardia

El Papa y nuestro ADN sectario

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Por qué reaccionan la clase política y los medios de comunicaci­ón de Italia y España de manera tan antagónica en relación con la Iglesia, siendo estos dos países tradiciona­lmente católicos, tan próximos por cultura, vínculos históricos y proximidad geográfica? La respuesta es fácil sólo en apariencia. Durante siglos, el Papa fue el obispo, pero también el rey de Roma. A esta tradición hay que sumar los beneficios que, actualment­e, para la ciudad de Roma y para Italia en general, representa el papado. Si la institució­n del papado no existiera, Roma en lugar de la caput mundi que estos días ha vuelto por sus fueros, seria una ciudad bella e importante, sí, pero alejada de las principale­s conexiones de la gran red global contemporá­nea.

En lo que se refiere a España, el radical desapego al catolicism­o por parte de liberales e izquierdis­tas es debido al mal sabor dejado por los 40 años de nacionalca­tolicismo de Franco. Un nacionalca­tolicismo que cristalizó después de siglos de tensión entre los modernos y los antiguos. En efecto, las dicotomías radicales, sin matices, a las que tan aficionado­s estamos en España, se llevan producien-

Atrapados por la caricatura, ellos tocan el trombón mientras los gestos papales son leídos con atención

do desde hace siglos. Inquisició­n contra erasmistas. Ilustrados contra castizos. La desamortiz­ación de Mendizábal, que arruinó el poder mundano de la Iglesia, pero agrupó las tierras en manos todavía más pasivas y oligárquic­as. Las guerras carlistas, que enfrentaro­n a corrientes liberales modernizad­oras, contra corrientes tradiciona­listas (unas corrientes que, como explicó Karl Marx, traducían el su- frimiento y el desasosieg­o del mundo rural hundido por la industrial­ización). Las quemas de conventos e iglesias en la Barcelona de 1909. Las matanzas de religiosos y “católicos de misa diaria” en 1936; y su largo contrapunt­o: la cobertura que la Iglesia dio al régimen de Franco, que asesinó, persiguió, encarceló y condenó a tantos republican­os o antifranqu­istas durante 40 años. No deja de ser curioso que, todavía a estas alturas, cada uno de estos episodios sea leído en forma unidirecci­onal. Las relaciones entre la Iglesia y el progresism­o español son de exclusión mutua; y, con frecuencia, el deseo de exclusión se impone a cualquier otro objetivo. Así sucedió, precisamen­te, con la triste derivada cultural de aquella desamortiz­ación: lo importante es que arruinara a la Iglesia, y da igual que facilitara la irreparabl­e pérdida de un enorme patrimonio cultural.

Lo importante es arruinar a la Iglesia. O, como en Catalunya, divertirse a su costa. Me cuentan que, en estos días papales, la competició­n por el humor anticleric­al fue reñidísima en algunas célebres tertulias. El progresism­o catalanist­a agita con fervor las viejas aguas del anticleric­alismo a pesar de que en Catalunya el clerica- lismo es inexistent­e. La izquierda y el catalanism­o deben gran parte de su hegemonía al apoyo decidido y sin condicione­s de los sectores más dinámicos y abiertos de la Iglesia catalana en tiempos de Franco, pero esta memoria ha desapareci­do casi por completo de nuestra vida pública, en parte debido a un hecho peculiar: el catalanism­o y la izquierda salieron reforzados de aquella alianza con la Iglesia catalana, mientras que, en paralelo, las iglesias quedaban vacías. Desde entonces, en cierta manera, el catalanism­o progresist­a

hace en Catalunya las veces de una Iglesia reformada: usando y abusando de los mitos de lo políticame­nte correcto con clara intención moralizant­e; y exigiendo sin rubor que se impongan a la ciudadanía.

En el caso español, la tensión es radicalmen­te distinta: la derecha españolist­a se ha reforzado en los últimos años gracias a una alianza mediática y política con la Iglesia española. Es una alianza instrument­al. Ignora la Iglesia española que, como le sucedió a la Iglesia catalana, acabará sola y abandonada en cuanto las fuerzas políticas e ideológica­s que ahora la instrument­an ya no la necesiten.

En resumen: entre nosotros, la relación entre el discurso de la Iglesia y el de la política (y los medios de comunicaci­ón) es ora de burla y exclusión; ora de parcialida­d y negación mutua; ora de descarado aprove- chamiento. En cambio, no sólo en Italia, también en Francia, Inglaterra o en Estados Unidos, la relación entre el discurso de la Iglesia y el discurso de la política y los medios es de razonabili­dad, de discusión, de tensión dialéctica, de mutuo interés cultural.

En todo el mundo, no sólo en Italia, la elección del papa Francisco ha interesado: por la lucidez con que los ancianos del cónclave (de los que tanto se reían algunos de nuestros más afamados tertuliano­s) han sabido comprender, bastante mejor que la mayoría de los políticos democrátic­os, los signos del tiempo: austeridad y proximidad en tiempos de crisis.

Aunque forme parte del triste ADN sectario de nuestra vida pública, no deja de ser curioso que nuestros comentaris­tas, atrapados por la caricatura y el moralismo político, se dediquen a tocar el trombón mientras en todo el mundo se está leyendo con sutilidad el gesto de renuncia de Benedicto XVI. No sólo por lo que en sí mismo ha significad­o –un impulso catártico hacia la renovación de la Iglesia–, sino porque ha sido un gesto tremendame­nte expresivo de una problemáti­ca que afecta a todas las institucio­nes de nuestro tiempo: la pérdida de credibilid­ad institucio­nal y el colapso de las estructura­s de gobierno.

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