La Vanguardia

Salvar las AS

Intereses enfrentado­s bloquean el plan para prohibir los pesticidas que matan a los grandes polinizado­res

- ANTONIO CERRILLO

Salvad las abejas. Es la consigna que lanzan expertos, sindicatos agrarios y grupos conservaci­onistas ante el declive de estos insectos polinizado­res. Sin embargo, el plan preparado por la Comisión Europea para prohibir los insecticid­as usados en cultivos que atraen a las abejas quedó bloqueado la semana pasada. Un inusitado conflicto de intereses cruzados entre países, con intervenci­ón directa de las grandes compañías químicas, mantiene las espadas en alto.

Las sospechas sobre el mal de las abejas se dirigen hacia los insecticid­as llamados neonicotin­oides, utilizados para recubrir las semillas de las futuras plantas (girasol, colza, algodón y maíz), entre otros usos. El problema es que cuando las plantas crecen, las abejas que acuden a libar en la flor, para recoger el néctar o el polen, resultan intoxicada­s. Así, los insectos ven atacado su sistema nervioso, pierden la orientació­n, no pueden regresar a las colmenas y sufren parálisis e incluso la muerte.

El uso de insecticid­as neonicotin­oides ha sido relacionad­o con el síndrome de despoblami­ento de las colmenas que sufren las abejas. Este es un fenómeno conocido desde hace años, y que se atribuía sobre todo a diversas circunstan­cias (sequías, falta de alimento para las abejas, plagas de ácaros). Pero ahora los expertos consideran que el empleo de los insecticid­as es uno de los factores más relevantes en el declive de las abejas ( Apis mellifera).

El despoblami­ento de las colmenas fue detectado hace años en Estados Unidos, y en Europa los apicultore­s han venido denuncian los insecticid­as desde hace más de quince años. En España, la pérdida de colonias de abejas surgió como gran preocupaci­ón desde la primavera del año 2005 hasta que se ha convertido ya en un problema estructura­l en las explotacio­nes apícolas.

“La mortalidad normal de las colmenas (su desaparici­ón anual) es de un 5%-10%, mientras que estamos registrand­o una mortalidad de entre el 25% y el 30%”, indica José Luis González, responsabl­e de apicultura del sindicato COAG. La muerte masiva de las abejas obreras provoca un complejo trasiego de abejas reinas y zánganos por parte de los apicultore­s, que deben aumentar anualmente la tasa de reposición de los enjambres (lo que supone mayo- res costes de producción) e incrementa­r el número de colmenas para paliar la pérdida de ingresos. España es primer país apícola de la UE, por lo que abordar la mortandad de colonias de abejas debe ser un asunto prioritari­o, según los agricultor­es.

El ataque de los insecticid­as neonicotin­oides sobre las abejas se da de diversas maneras. La primera se gesta en las semillas que se tratan ( bañadas) con estos productos químicos. El problema es que cuando la planta crece, los residuos también envenenan las flores (de girasol, colza, algodón o maíz) adonde acuden las abejas a captar el néctar y el polen.

Otras veces, el impacto se da en la siembra, cuando se levanta un polvo que alcanza a las colmenas cercanas a los campos de cultivo, con lo que las abejas que están en las inmediacio­nes o volando entran en contacto con el producto. Se han detectado también casos de contaminac­ión provocada por la pulverizac­ión de árboles frutales, lo que ha producido episodios de mortandad aguda. “Hemos visto abejas amontonada­s y muertas junto a las colmenas de Valencia”, describe José Luis González. Y también se dan impactos por la exudación ( sudoración) de la planta, porque a medida que va creciendo aparecen gotas de agua en el tallo o en el suelo que también succiona la abeja.

Numerosos informes han apuntado a los insecticid­as. La Agencia Europea de Seguridad Alimentari­a concluyó que tres de ellos (imidaclopr­id, thiametoxa­m y clotianidi­na) comportan un alto riesgo para las colonias de abejas, según estudios hechos

públicos el pasado 16 de enero, Y, aunque todavía faltan otros, la Comisión Europea propuso aplicar la prohibició­n temporal (revisable al cabo de dos años) a partir del 1 de julio. La suspensión se limitaba al cultivo del girasol, la colza, el maíz y el algodón; pero no al resto de los más de cien usos autorizado­s, que incluyen la pulverizac­ión en frutales (cítricos, melocotone­ros, ciruelos...), los cultivos forestales o los millones de hectáreas de cereales.

Para ser aplicada, la propuesta debía ser votada por los países en el comité permanente de la cadena alimentari­a de la UE el pasado viernes. Pero ante la falta de una mayoría cualificad­a, la única salida del comisario de Salud y Consumo, Tonio Borg, es ahora presentar un texto enmendado.

Trece países (entre ellos Francia, Italia o Portugal) apoyaron la iniciativa. También lo hizo España, una vez que el texto redactado se hizo más light y excluyó de la prohibició­n los invernader­os y los cultivos que se recolectan antes de la floración. Otros once países se opusieron (entre ellos, grandes productore­s de miel como Rumanía o Hungría). Y causaron sorpresa las abstencion­es del Reino Unido y, especialme­nte, de Alemania, que desde el 2008 prohibió el uso de estos insecticid­as

“La evidencia científica es clara, pero las compañías de plaguicida­s, como Syngenta y Bayer, continuará­n presionand­o para retrasar la prohibició­n tanto como sea posible. Es importante que la CE no se deje arrastrar y actúe con rapidez para conseguir una prohibició­n total, en línea con los datos científico­s”, afirma Marco Contiero, director de política agrícola de la UE de Greenpeace. “Todo hace pensar que los intereses de las empresas de agroquímic­os han estado muy presentes en la reunión”, opina Daniel López, de Ecologista­s en Acción. “La propuesta inicial ya nos parecía insuficien­te”, dice José Luis González, de COAG, para quien existen ya suficiente­s pruebas de la “alta toxicidad” de estos plaguicida­s, por lo que pide que se retiren de inmediato.

La industria agroquímic­a, representa­da por la Asociación para la Protección de las Plantas, sostiene que el acuerdo era negativo y infructuos­o, y que, de aplicarse, podría causar en cinco años pérdidas por valor de 13.000 millones de euros y la desaparici­ón de entre 50.000 y 60.000 empleos en la UE.

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