Honesto, insatisfecho, constante
Las campanas de los templos teatrales del país hace 24 horas que repican sin parar. Al fin un dramaturgo sube al Olimpo de los escritores merecedores del máximo honor. Me hacía pensar ayer en el gran Harold Pinter el día que fue investido Nobel de Literatura. Tras el teatro, tras esta ceremonia colorida, a menudo despreciada, donde unos cómicos intentan hacer revivir una historia de verdad o de mentira –sin exigir el esfuerzo de la imaginación que reclama el libro–, tras los alaridos de la tragedia o las gracias de la farsa, el jurado recuerda que hay siempre un escritor. El tribunal ha subrayado la extensión de la obra dramática del autor, atravesada de arriba abajo por una estricta coherencia. Si lo hubiera hecho de “la extraordinaria calidad” de los textos dramáticos del autor, lanzándose por la pendiente ditirámbica, habría desfigurado la personalidad y la obra del galardonado, y el mismo Benet habría recibido los elogios como una frivolidad protocolaria. El premiado no se ha cansado de decir que no se considera ningún genio, que siempre queda insatisfecho de la última obra escrita, que lo que cuenta es el trabajo cons- tante, tenaz, la voluntad insoslayable de conseguir una pieza teatral cada vez mejor.
En 1963 Benet ganaba la primera convocatoria del premio Josep Maria de Sagarra con Una vella, coneguda olor se convertía en la figura de referencia de toda una generación. Adscrito al realismo histórico, hegemónico en los años sesenta, representa el intento primero y más exitoso de poner un sello de modernidad en la producción dramática autóctona. Y una treintena de textos teatrales y algunos de sus guiones para la televisión han ido poniendo al día esta patente valiosa, que ha ejercido una influencia decisiva en los nuevos autores.
y