La Vanguardia

El tríptico de Francisco

- Enric Juliana Roma

Santidad, quizá no debería usted exagerar los pequeños gestos estos primeros días, existe el riesgo de quemar el mensaje.

–No se preocupe; así voy abriendo el camino de los gestos que vendrán después.

Diálogo del papa Francisco con un cardenal de la curia, uno de los días inmediatam­ente posteriore­s al cónclave, en los que el nuevo jefe de la Iglesia católica y varios prelados han seguido compartien­do comedor y alojamient­o en la hostería de Santa Marta, en el interior de la ciudadela vaticana. El Papa, a la espera de ocupar los apartament­os pontificio­s del Palacio Apostólico –el Aparta- mento, en el lenguaje coloquial de la Santa Sede–; los cardenales, a la espera de la ceremonia de inauguraci­ón de pontificad­o que tuvo lugar ayer en la plaza de San Pedro. La anécdota es cierta. La fuente es fidedigna.

Segunda escena. El lunes por la mañana, el Papa salió de su despacho y acudió personalme­nte a las dependenci­as de la sección primera de la Secretaría de Estado, también en el Palacio Apostólico, para supervisar personalme­nte algunos de los textos de la ceremonia. Al entrar, observó que las luces de la oficina estaban encendidas, pese a disponer de luz natural. Francisco las apagó y reprendió suavemente a los funcionari­os. “Recuerden que hay muchos sacerdotes que no llegan a final de mes y que tienen dificultad­es para pagar la factura de la luz”. Fuente fidedigna.

Así comienza Jorge Mario Bergoglio. Una sucesión de pequeños gestos que preanuncia­n un cambio importante. La sencillez del primer día, al salir al balcón, sin los barrocos ornamentos dispuestos por el maestro de ceremonias, el minucioso liturgista genovés Guido Marini. “El tiempo de los disfraces se ha acabado; si quiere, el manto se lo pone usted”, dicen que exclamó el nuevo Papa en la antesala, cuando el nombre de Georgius Bergoglium aún no se había dado a conocer al mundo. El “buenas tardes” con el que se dio a conocer.

La salida del Vaticano, al día siguiente, en un coche privado, para orar en la basílica de Santa María la Mayor, donde Ignacio de Loyola ofició su primera misa en 1537. La primera homilía en la Capilla Sixtina, ante el colegio de cardenales, hablando a braccio, sin papeles. “Caminar, edificar y confesar son las tres líneas de la Iglesia”, les dijo.

El lenguaje cordial y desenvuelt­o con que se dirigió a los periodista­s el sábado en el Aula Pablo VI. Dio algunas pistas sobre el escrutinio y señaló al cardenal brasileño Claudio Hummes como uno de sus grandes electores. Un gesto, muy meditado, hacia los periodista­s anglosajon­es: “Les bendigo con el corazón, porque sé que bastantes de ustedes no son creyentes”.

La alocución del Ángelus del domingo, de nuevo a braccio, esta vez sobre el perdón y la misericord­ia, con unas palabras finales que han desconcert­ado a mucha gente, también en Italia, donde ya creían haberlo visto todo. “¡Buen almuerzo!”, dijo. Palabras de cura de parroquia. Aires de película neorrealis­ta. Regreso a los domingos obreros. Cordialida­d en blanco y negro, en un tiempo barroco, confuso y mediático.

El beso en la mejilla que el lunes desconcert­ó a Cristina Fernández de Kirchner. Gestos, gestos, gestos. Gestos en aspersión para indicar el advenimien­to de un tiempo nuevo.

Ayer el guión de Francisco se enfrentaba a una difícil prueba. La ceremonia de entronizac­ión en San Pedro ante 123 altos representa­ntes de países extranjero­s, millares de personas en la plaza –tres plazas de San Pedro llenas a rebosar en una semana–, y el ojo escrutador de las television­es de todo el mundo. Millones de telespecta­dores. Hasta mediados del siglo XX, la ceremonia era de coronación. El Papa de Roma re- cibía en su cabeza la tiara, una mitra alta con tres coronas de origen bizantino y persa. Pablo VI fue el último papa coronado con la tiara, en 1963. El Concilio Vaticano II puso fin a ese símbolo monárquico y Giovanni Battista Montini, el primer pontífice de la era de la televisión, donó su tiara a un templo católico de la ciudad de Washington.

La ceremonia se llama ahora de inauguraci­ón del pontificad­o y con Joseph Ratzinger adquirió un gran esplendor barroco. Las ceremonias de la primavera del 2005 fueron de mucha riqueza visual. Los funerales de Juan Pablo II, con el viento moviendo las pá- ginas del Evangelio depositado sobre al ataúd, ofrecieron imágenes impresiona­ntes.

La inauguraci­ón de Benedicto XVI, muy bien coordinada con los realizador­es del centro de televisión del Vaticano, fue un verdadero alarde litúrgico. Ratzinger disfrutaba explicando el sentido del palio, la insignia más antigua y caracterís­tica del Papa de Roma, una banda de lana blanca con tres cruces rojas y tres alfileres. La tela simboliza la oveja que el Buen Pastor lleva sobre sus espaldas. Las cruces rojas, las tres llagas de Cristo en la cruz, y los alfileres, los clavos. Benedicto XVI compareció en la plaza de San Pedro con una magnífica casulla dorada.

El jesuita Francisco parece más interesado por la palabra y el gesto que por la liturgia. La ceremonia fue ayer acortada y el Papa quiso introducir en ella algunos cambios bien explícitos. Proximidad: dio una extensa vuelta a la plaza sin papamóvil, a bordo de un coche blanco desprovist­o de protección física. Austeridad: el nuevo anillo del Pescador, otro de los símbolos pontificio­s, ya no es de oro, sino de plata dorada. Sencillez: una casulla simple, de párroco, que contrastab­a con la vestimenta de otros cardenales; a su lado, Angelo Sodano, de-

cano del colegio de cardenales, parecía vestido de Armani. Gesto de devoción a la Virgen al concluir la ceremonia. Y demostraci­ón de aguante físico: recibió de pie, uno por uno, a todos los representa­ntes extranjero­s. (JoanEnric Vives, obispo de La Seu d’Urgell y copríncipe de Andorra, le saludó inmediatam­ente después de los mandatario­s italianos Giorgio Napolitano y Mario Monti).

La Palabra. Inclusión, por primera vez, del árabe en la lectura de los Evangelios. Y una homilía no excesivame­nte larga. Un Tríptico. La protección de la persona humana y del medio ambiente. “Debemos cuidar a los demás, cuidar a los más débiles, cuidar el ambiente y cuidarnos a nosotros mismos”. Un alegato contra el nihilismo. “No tengáis miedo de la bondad y la ternura”. (“No tengáis miedo”, sutil alusión a las primeras palabras de Juan Pablo II cuando fue elegido en 1978). Y una advertenci­a de larga longitud a todos los gobernante­s, en estos momentos aciagos: “El poder del Papa es el servicio”.

Francisco ya ha dado a conocer el escudo de su pontificad­o. El emblema de la Compañía de Jesús en el centro, sobre campo azul. Por si quedaba alguna duda.

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El Papa besa a un bebé en su recorrido por la plaza de San Pedro
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TONY GENTILE / REUTERS

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