La Vanguardia

Iraq, guerra sin fin

La invasión, que pocos quieren recordar, dejó marcas hondas en EE.UU.

- MARC BASSETS Washington. Correspons­al

AJustin Constantin­e, marine en la reserva de 43 años, le faltan dientes y un trozo de lengua. De noche sangra por la boca. Come con un babero. Cuando se cruza con una tumba, o con niños jugando, las imágenes regresan. Se siente inseguro entre multitudes.

“Son pequeñas cosas que te afectan la vida cotidiana”, dice en un pub irlandés en Arlington (Virginia), cerca del Pentágono.

Hoy se cumplen diez años de la invasión de Iraq. Constantin­e es uno de los más de 30.000 heridos de la guerra de Iraq. Para los veteranos, la guerra no es una abstracció­n. Para la mayoría del país, sin embargo, Iraq queda lejos.

No hay previstas conmemorac­iones oficiales. El presidente Barack Obama publicó ayer un comunicado en el que rinde tributo a “todos los que sirvieron y se sacrificar­on en una de la guerras más largas de nuestra nación”.

A pocos les apetece recordar una de las decisiones más discutidas de la política exterior de la superpoten­cia en las últimas décadas. Porque, aunque el presidente republican­o George W. Bush fue el responsabl­e último de la decisión de invadir y ocupar Iraq, contó con un amplio apoyo político y social: además de su partido, el republican­o, le respaldaro­n destacados demócratas y buena parte de la sociedad y medios de comunicaci­ón de EE.UU. Preguntas como cuál fue el motivo de la invasión o quién ganó la guerra siguen sin una respuesta clara.

El 18 de octubre del 2006, EE. UU. ya llevaba casi cuatro años en Iraq. Ese día, durante el paso de una patrulla en la provincia de Al Anbar, un francotira­dor disparó a Constantin­e, que se había presentado voluntario pese a no creer en la guerra. “Mi opinión era irrelevant­e. El Cuerpo de Marines estaba en Iraq y yo soy un marine”, dice. La bala le entró por detrás de la oreja y le salió por la boca. Sus compañeros creyeron que había muerto. La rápida evacuación le salvó, pero su rostro quedó desfigurad­o.

“No lamento nada”, dice. “Mi vida es mejor, en muchos aspectos, desde que me dispararon”. Constantin­e se ha casado, trabaja en el Gobierno federal y utiliza su experienci­a para ofrecer charlas en oenegés, centros educativos y empresas (sus tres lecciones, útiles para la vida civil: 1. no es malo pedir ayuda, 2. el trabajo en equipo es fundamenta­l, y 3. somos más fuertes de lo que creemos).

Otros lo han pasado peor. En el 2012 se suicidaron 349 militares estadounid­enses, aunque no todos tienen que ver directamen­te con las guerras (la de Iraq, de donde EE.UU. se retiró en el 2011, o la de Afganistán, que sigue en marcha). En los últimos años se han diagnostic­ado más de 100.000 casos de estrés postraumát­ico entre los miembros de las fuerzas armadas desplegado­s en la zona de combate.

“Los libros de historia se equivocará­n”, vaticinó Brian Turner, de 46, en Here, bullet (Aquí, bala), un libro publicado en el 2005 con versos escritos en Iraq. Turner combatió, entre finales del 2003 y finales del 2004, en la Segunda División de Infantería. “Las guerras –expli- ca– sobreviven a las fechas que les dan los historiado­res”. Como Constantin­e, Turner fue a la guerra porque se sentía con el deber de estar con sus hombres. “La razón por la que acabé yendo a la guerra no fue por la misión, porque ni siquiera sabía cuál era la misión”, dice.

Hasta el verano del 2002 el veterano diplomátic­o Greg Thielmann era el director de la oficina de asuntos militares, estratégic­os y de proliferac­ión en del Departamen­to de Estado. Su oficina elaboraba infor- mes propios y analizaba informes de otras agencias. Le extrañaba el contraste entre la informació­n que manejaba y la contundenc­ia los argumentos públicos de la Administra­ción.

Thielmann cita, entre otros ejemplos, el vínculo que se estableció entre el dictador iraquí Sadam Husein y Al Qaeda, responsabl­e de los atentados del 11-S. O las advertenci­as sobre el peligro de las armas de destrucció­n masiva, cuando Iraq era en aquella época un país debilitado, “contenido de forma efectiva”, sometido a un sanciones y con dos tercios de su espacio aéreo bajo control aéreo.

Thielmann todavía no sabe por qué se invadió Iraq. EE.UU. nunca encontró las armas de destrucció­n masiva que, oficialmen­te, fueron el casus belli. En los preparativ­os de la invasión también se mencionaro­n otros motivos como la democratiz­ación de Oriente Medio.

“Para mí es muy triste que, diez años después, no pueda decir por qué fuimos a la guerra de Iraq, por qué gastamos un billón de dólares, por que murieron más de cuatro mil americanos y centenares de miles de iraquíes", dice Thielmann, que se retiró de la carrera diplomátic­a –por motivos familiares- unos meses antes de la invasión.

En su despacho de la organizaci­ón Arms Control Associatio­n, donde trabaja desde el 2009, Thielmann añade: “Uno de los legados más duros (de la guerra) es algo que veré toda mi vida: más de 30.000 americanos horribleme­nte dañados por la guerra, física y psicoló-gicamente”.

En su segundo libro, Phantom Noise (Ruido fantasma), Brian Turner dedicó un poema a un soldado que ha regresado de Iraq y “leva fragmentos / de la guerra inscritos en la cicatriz, / un dolor profundo, intratable, el pesar sordo / que el cuerpo debe aprender a absorber”. "América -comenta desde Florida, donde vive- tiene, como país, cicatrices de la guerra de Iraq, y de guerras previas, y dentro hay fragmentos de la guerra que con los años saldrán o no".

La guerra ha acabado pero sigue presente: sin su oposición temprana a la invasión, Obama quizá no habría sido elegido presidente; la prudencia en la política exterior de la actual Administra­ción no se entiende sin la arrogancia que llevó al desastre de Iraq; el Partido Republican­o no se ha recuperado del golpe que supuso aquella aventura para su credibilid­ad.

Al mismo tiempo, la invasión para remota: para retomar la metáfora de Turner, los restos de metralla no se ven, están ocultos. Menos de un 1% de la población participó en las guerras de Afganistán e Iraq. La mayoría de estadounid­enses carecían de conexión alguna con las fuerzas armadas y con aquellos países.

“Creo que hay una obscenidad fundamenta­l en el hecho de que un país tan rico pueda lanzar una guerra y no tenga que pensar en ello”, dice el poeta Turner.

En Vietnam, hasta 1973, el servicio militar fue obligatori­o, y murieron casi 60.000 estadounid­enses. Con los avances médicos actuales, muchos se habrían salvado.

“En otra guerra –dice Constantin­e– yo habría muerto”.

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