Ni humillados, ni humillaciones
Fridtjof Nansen (1861-1930), explorador y político, fue un noruego comprometido activamente en la disolución pacífica, en 1905, de la unión entre Suecia y Noruega. Para los noruegos, el término unión era el eufemismo que enmascaraba la ocupación sueca, y a punto estuvieron de entrar en guerra. Posteriormente, y tras varios años de trabajar como diplomático en la Sociedad de Naciones, Nansen recibió el premio Nobel de la Paz por su trabajo en favor de los refugiados de guerra y por el combate contra el hambre que, a través de la Cruz Roja, desarrolló en Rusia. Sin embargo, ahora me interesa Nansen por esta frase suya, pronunciada en pleno proceso de independización de Noruega: “Nosotros deseamos tan poco infligir humillación a nadie como ser víctimas de ella. Tales deseos, aparte de devenir una mala política, son signo de una educación deficiente. Por tanto, es razonable y prudente que intentemos ayudar a Suecia con concesiones y generosidad, de manera que la disolución de la Unión pueda llevarse a cabo sin que el pueblo de Suecia se sienta humillado”.
He sostenido en estas mismas páginas mi tesis de que aquello que explica la reciente y masiva adhesión de buena parte de los catalanes a la independencia de Catalunya es la reacción al sentimiento de humillación. Es decir, no ha sido tanto el abuso fiscal, o las vejaciones en contra de la lengua catalana o la desconsideración hacia la cultura propia, que ya venían de muy antiguo, como la humillación que acompañó el fracaso de la reforma estatutaria del 2006. Si no, no se explica que la reacción –perfectamente detectable en todas las encuestas que tenemos desde aquella fecha– se produjera paralelamente a hechos, entre otros muchos, como las lamentables declaraciones de Alfonso Guerra en Barakaldo, la campaña anticatalana del PP recogiendo firmas en toda España o la actitud arrogante y la posterior sentencia del Tribunal Constitucional.
Sin embargo, el objetivo de este artículo no es desarrollar esta tesis, sino sacar consecuencias de la frase de Nansen. Y es que creo que desde el soberanismo catalán tendríamos que apresurarnos a aplicar aque- llo que el premio Nobel noruego recomendaba. Mi propuesta es que urge demostrar desde Catalunya –tal como ya sostenía en El camí de la independència, publicado en abril del 2010– que nuestra independencia no va contra España, sino que precisamente debería resolver positivamente la mala relación nacida de las dificultades de reconocimiento nacional entre las dos partes. Se trata de hacer patente que más que separar o dinamitar puentes, lo que se pretende es construir otros nuevos, mucho más sólidos que los que hasta ahora se han elevado sobre los pilares de la desconsidera- ción, la dominación y, los últimos años, la humillación.
En este sentido, creo que en el programa independentista debería desarrollarse una propuesta lo más consistente posible en relación con estos objetivos de buena vecindad con la nación española. Una nación a la que nos vinculan profundas relaciones que, habiendo eliminado los malentendidos que provoca la desigualdad de dignidades, deberían no tan sólo mantenerse sino estrecharse. Así, y sólo en un plano intuitivo, se podría proponer la creación de un nuevo organismo, el Consejo de los Pueblos Ibéricos, a imagen y semejanza del Nordic Council (www.norden.org), que debería reunir a todos los estados de la península Ibérica –España, Portugal, Catalunya, Andorra, quizás más adelante el País Vasco...– para desarrollar políticas comunes en terrenos como la cultura, el medio ambiente, la investigación, la econo- mía y el bienestar, etcétera. El Consejo Nórdico, creado en 1952 –y al cual pertenecen, claro está, Suecia y Noruega– incluso dio lugar, en 1971, a un Consejo de Ministros Nórdico que tiene como objetivo coordinar políticas comunes de cooperación.
En particular, me parece claro que además de la cooperación en intereses comunes –por ejemplo, la gestión de los recursos hídricos–, habría que trabajar especialmente en el terreno económico, porque por nada del mundo nos convendría un entorno agresivo ni tampoco empobrecido. Y lo mismo hay que decir del fortalecimiento de los lazos culturales, en la medida en que existe un espacio de intercambio común por el hecho de que somos –y lo seguiremos siendo– buenos consumidores para las industrias culturales que utilizan el español como lengua principal, tanto si están físicamente localizadas en España como en Catalunya.
Es hora, pues, de desmentir que la independencia sea un proyecto contra España, y sería absurdo negar que el despertar soberanista ha nacido de la desconsideración que España ha tenido hacia nuestras aspiraciones nacionales. Pero no va a ser sobre el resentimiento que se construya nada positivo. Al mismo tiempo, no debemos permitir que se asocie la idea de Estado propio con la de aislamiento. Es la existencia de un mundo globalizado lo que hace más razonable que nunca el éxito de los estados medianos, bien intercomunicados y capaces de adaptarse a los cambios acelerados que vivimos. La idea del aislamiento sólo puede anidar en el cerebro de los que querrían aislar a los demás, no en el de los que aspiran a conseguir los atributos que permiten moverse por el mundo con libertad.
Acabo con Fridtjof Nansen. La independencia de Catalunya nace de la actual reacción en contra de una humillación histórica que abandona las actitudes victimistas que hasta ahora nos habían paralizado. Pero su éxito necesita evitar cualquier tentación de pagar al adversario con la misma moneda, rechazando cualquier gesto que pueda humillar a España. Con concesiones y generosidad.