El valle de los caídos
Hace unos quince años, discrepar del proyecto de estación de esquí de la Vall Fosca (Pallars Jussà) significaba alinearse con la crítica antisistema. Las voces que advertían sobre la escasez de nieve y sobre la obsolescencia del ladrillo de montaña eran denostadas tanto por el poder económico barcelonés como por las fuerzas vivas de los valles pirenaicos. A los escépticos se les acusaba de oponerse al progreso, de despreciar el derecho a decidir de los catalanes de montaña. Apostar por el porvenir implicaba mantener las excavadoras bien engrasadas, mientras que paralizarlas suponía poner palos a las ruedas del modelo de desarrollo económico impulsado con mayor o menos entusiasmo por los gobiernos de CiU y los tripartitos.
Los rostros visibles de la macrourbanización impulsada por Martinsa-Fadesa en la Vall Fosca eran dos individuos que vestían americana de pana y que asistían a los congresos de esquí con vendas en los ojos y tapones en los oídos: no querían ni escuchar a los delegados de Estados Unidos, Francia o Nueva Zelanda cuando explicaban que en sus países se esquiaba cada vez menos por culpa del cambio climático. Ellos iban a lo suyo: a vender chalets a pie de pista en el coffee break.
Porque el modelo de Vallfosca Interllacs, el toma el dinero y corre, era lo que se llevaba. Y lo que se seguirá llevando. Primero se vendían las casas y, mientras tanto, se hacía como que se construía la estación de esquí. Alguna mole de cemento en forma de remontes para cubrir las apariencias, un par de simulaciones por ordenador y las administraciones poniendo la alfombra a los inversores. La tormenta perfecta, aunque a nadie le importara si venía o no cargada de nieve.
Vendían los chalets mientras hacían como que construían una pista de esquí: era el ‘Vallfosca style’
Cuando se oyó el primer trueno, los camiones de la empresa constructora se llevaron el material más valioso y dejaron la montaña sembrada de cemento. Ahora es un Valle de los Caídos a la pallaresa, pero sin momia ni peregrinos que lo hagan rentable. Vallfosca fue el último ladrillazo. Otros, en el Pallars Sobirà o en la Ribagorza aragonesa, se quedaron en el camino. La crisis abortó los proyectos antes de que aparecieran las excavadoras.
Pero no pasa nada. Por suerte para el bien común, la recesión impidió que este modelo económico se colapsara por sí solo. El Lloret pirenaico se quedó a medio hacer y a todos nos quedó muy claro que la culpa fue de la crisis, y sólo de la crisis. Cuando esta amaine y el precio del suelo empiece a repuntar, volverán los paletas a los valles y otro avispado emprendedor hará como que invierte en el negocio del esquí, aunque por entonces los esquiadores tengan que venir nevados de casa.
Que un juzgado de Tremp haya sentenciado que la inmobiliaria está obligada a acabar los pisos abandonados en Vallfosca es una anécdota procesal, una menudencia en la inmensidad de un sistema judicial que acabará poniendo las cosas en su sitio. Sólo faltaría que los jueces se dedicaran ahora a poner en peligro la solvencia de las empresas que crean riqueza.