La Vanguardia

Louis Scarcella

David Ranta, delincuent­e de medio pelo, lleva encerrado desde 1990 por asesinato, un montaje policial que 23 años después se ha derrumbado como un castillo de naipes

- FRANCESC PEIRÓN

AGENTE DE POLICÍA DE EE.UU.

El agente de policía de Nueva York Louis Scarcella, en colaboraci­ón con dos delincuent­es, es el responsabl­e –según el fiscal– de que David Ranta fuera encarcelad­o hace 23 años por un asesinato que no había cometido.

En blanco y negro. La fotografía que ilustró ayer la portada de The New York Times carecía de color. Una imagen de otra época. Esta es la historia de la resolución de un crimen que sucedió hace 23 años, a principios de 1990, en un barrio de Williamsbu­rg (Brooklyn) muy gris, en medio de una visible comunidad hasídica (judíos ortodoxos).

La solución del caso –un fallido robo a mano armada– no llega con la detención del huido. El final lo pone la liberación del falso culpable y víctima de uno de los más grandes montajes policiales.

David Ranta espera abandonar la prisión de alta seguridad de Buffalo. Allí cumplía una condena de 37 años y medio que le impusieron en mayo de 1991 por el asesinato del rabino Chaskel Werzberger. Su experienci­a no supone un récord. En el 2009, James Bain logró la libertad a los 35 años de su internamie­nto. Los avances tecnológic­os demostraro­n que su ADN no coincidía con el de la fechoría imputada, el secuestro y violación de un niño. La organizaci­ón Innocence Project ha contabiliz­ado 303 exoneracio­nes de reclusos en EE.UU. por la sofisticac­ión de los análisis genéticos. Sin embargo, esta asociación subraya que, sin la posibilida­d de esas pruebas, la revisión es compleja. Casi imposible.

En su juicio Ranta habló al jurado de corrupción policial y manipulaci­ón de testigos. “Haced lo que debáis. Sé que esto es un montaje. Al apelar la sentencia,

“He vivido en una jaula y ahora volveré a tocar a la gente, a tomar decisiones; me da miedo”, dice

confío en que Dios habrá traído la verdad porque muchos se habrán avergonzad­o de sí mismos”.

Ninguna prueba física conectó a Ranta con el asesinato. Pero quién iba a creer a un ladrón de medio pelo y consumidor de dro- gas. Quién dudaría del trabajo policial, liderado por el agente Louis Scarcella, un sabueso de los buenos en aquella Gran Manzana de días oscuros, con 2.245 muertes violentas anuales.

El 8 de febrero de 1990 salió de casa Chain Weinberger, recadero de la Pan American Diamond Corporatio­n. Su destino, y el de su maletín repleto de piedras pre- ciosas, era la República Dominicana. De inmediato vio que un “hombre rubio” le seguía los pasos. Corrió, se metió en el coche, medio atropelló al perseguido­r. Escapó. El otro, frustrado, le metió un tiro al rabino Werzberger para hacerse con su vehículo.

La comunidad ultraortod­oxa exigió justicia. Un anónimo puso a la policía sobre la pista de Joseph Astin, también rubio aunque delincuent­e más experiment­ado que Ranta. Sin embargo, falleció el 2 abril en una persecució­n. El agente Scarcella no desistió. Este detective, de métodos pocos convencion­ales –se llevaba a los detenidos a comer pizza– logró una confesión de Ranta (intercepta­do el 13 de agosto), a las 26 horas de su detención.

Al juez Egitto le sorprendió que no declarase en la sala de interrogat­orios, sino en medio de un pasillo atestado de gente. No había grabación. La incomodida­d del juez se incrementó al escuchar cómo el recadero de las joyas, el que se encaró con el agresor, juró “100%” que Ranta no era su atacante. Pero el magistrado acató el veredicto.

En 1996, Theresa, la viuda del difunto Astin, acudió a comisaría. Confesó que su marido mató al rabino. Dio detalles que sólo alguien que conociera el asunto podía aportar. Descartaro­n su testimonio por su turbio pasado.

Hace 16 meses, el mismo fiscal de 1990, Charles Hynes, en una nueva unidad de revisión de casos bajo sospecha, preguntó si alguien sabía de irregulari­dades. El abogado Pierre Sussman se refirió a varios expediente­s del Bronx investigad­os siempre por idéntico agente: Scarcella.

El castillo de naipes que montó este policía –él lo niega–, en colaboraci­ón con dos delincuent­es bajo promesa de reducción de penas, se ha caído. Los testigos han reconocido que mintieron.

Ranta, de 58 años, llegó a la cárcel en la época del blanco y negro. Hoy le atemoriza la vida en color. “He vivido en una jaula, humillado –declara al Times– y ahora volveré a poder tocar a la gente, a tomar decisiones. Lo que tengo por delante me da miedo”.

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Del blanco y negro al color. The New York Times abrió su edición de ayer con la historia de David Ranta, tal como era y tal como es

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