Matanza de gran estadista
Deng Xiaoping, el padre de la China moderna, ordenó aplastar a sangre y fuego el movimiento estudiantil
Aún hoy no sabemos desde dónde siguió Deng Xiaoping, el padre de la China actual, el avance de los tanques hasta ganar la plaza de Tiananmen de Pekín, símbolo de la República Popular, aquella noche del sábado 3 al domingo 4 de junio de 1989. Tampoco existe una cifra fiable de muertos (entre 1.000 y 1.500).
Hay que conformarse, al evocar la tragedia, con los detalles y dar en parte la razón a Deng Xiaoping cuando tranquilizó al politburó días después: “Los países occidentales olvidarán pronto”.
La primavera de Pekín duró ocho semanas, la matanza unas horas. Deng Xiaoping, el sucesor de Mao en 1978, el Pequeño Timonel, tenía aversión –no sin razón– a las convulsiones en China, y Tiananmen iba más allá: los estudiantes ponían en duda la hegemonía del PCCh y un modelo de reformas que sólo abarcaba lo económico, a diferencia del experimento soviético de Gorbachov.
Y sin embargo los jóvenes querían a Deng Xiaoping. “¡Abajo Li
Y sin embargo los jóvenes enviados a la muerte por Deng Xiaoping aquella noche le tenían afecto
Peng (el primer ministro)!”, gritaban la madrugada del 4 de junio frente a las puertas del hospital Erlung (Dragón Dos), donde llegaban heridos y cadáveres en carretillas, a volandas, al cuello. Nadie arremetía contra el octogenario Deng Xiaoping y todos se expresaban sin miedo –por última vez y hasta el día de hoy–.
Mientras los tanques iban avanzado en dirección a Tiananmen, que fue tomada a las dos y media del domingo 4 de junio, el pueblo de Pekín apuraba las últimas horas de libertad. Y no sólo para gritar consignas contra la corrupción, el nepotismo o la gerontocracia del partido, sino para disfrutar de esa libertad que da soñar, ayudar a los demás o compartir los anhelos (incluso con los ex- tranjeros, que antes de Tiananmen éramos tratados con desconfianza histórica).
“¡Miren lo que hace el partido con el pueblo:”, nos gritó una joven frente a las puertas del hospital. Unos y otros nos necesitábamos: los estudiantes dieron a los medios occidentales la última gran historia de China del siglo XX y los medios les amparamos (el partido no hubiera retrasado tantos días la aplicación de la ley marcial anunciada por Li Peng con traje Mao el 20 de mayo).
La noche del 3 al 4 fue sofocante porque llevaba días sin llover y Pekín acumulaba el polvo y la are- nilla del desierto de Gobi. Nunca hasta entonces el Ejército Popular de Liberación había disparado contra la población. Tomaron la plaza en un avance infernal y negociaron la salida pacífica para, sin que nadie haya dado aún una explicación, disparar a man-
Fueron las últimas horas de libertad, no sólo para gritar consignas, sino para compartir ideales
salva contra la multitud en los aledaños. En horas, los militares limpiaron la vasta plaza –donde reposa Mao–, que acumulaba basura, tiendas, mantas, restos de vida, en definitiva. Y derribaron la simbólica Estatua de la Libertad, un desafío plantado frente al gran retrato del Timonel que presidente la Puerta de la Paz.
Pasó lo que tenía que pasar: estas historias hermosas siempre terminan mal. La alborada del 20 de mayo, la plaza abarrotada de estudiantes creyó que el poder de la vieja China se tambaleaba. Nadie. ni ejército, ni policía, fueron a Tiananmen a cumplir la amenaza y la multitud entonó La Internacional, ese himno que a veces aterroriza y otras emociona (la Internacional abre las sesiones anuales del Congreso Nacional en el cavernoso Gran Palacio del Pueblo, en Tiananmen).
Deng Xiaoping sacrificó la vida de miles de jóvenes para preservar su legado: la China estable de hoy. Murió –y lo escribe un católico que cree en estas cosas– sin llegar a ver por meses el retorno de Hong Kong a China en 1997. Mala suerte, estadista.