El doble hundimiento
El sol cae a plomo sobre Venecia. Los grupos de turistas, unos tocados con gorro rojo de visera, otros arracimados tras la bandera amarilla o verde o naranja de un guía, transitan cansinamente, casi agonizantes, por los muelles que van de San Marco al Arsenale. Les falta poco para derretirse. Ni siquiera parecen llamar su atención los yates kilométricos –con pabellón de Jamaica, de Panamá o de Bahamas– amarrados a la Riva de San Biagio, propiedad de personas que también están en Venecia pero, de hecho, viven en otro mundo.
Los africanos vendedores de gafas de sol, de sombreros o de simples baratijas se sitúan en los puentes sobre los canales, porque desde lo alto de sus esca- linatas ven venir a los municipales y pueden recoger a la carrera su mercancía. Los vendedores venecianos, que se han ganado ya el derecho a ser sedentarios, se resguardan del sol en el lado umbrío de sus quiosco. La ciudad de la laguna, que a copia de recibir turistas, unos veinte millones al año, ya casi es de su propiedad, parece vivir un día de agobio turístico perfectamente normal.
Y, sin embargo, el de ayer no fue aquí un día normal. Venecia vivió ayer un tremendo sobresalto con la detención del alcalde Giorgio Orsoni y de otras 34 personas (entre ellas un exministro), supuestamente relacionadas con delitos de corrupción, malversación de fondos, lavado de dinero, etcétera. El origen de la componenda radica esta vez en el proyecto Moisés, un sistema de 78 enormes compuertas, una obra de ingeniería monumental que aspira a proteger la ciudad, a ahorrarle las aguas altas, a evitar que siga hundiéndose en los limos de la laguna, sobre los que todavía se mantiene a flote, casi milagrosamente.
La delincuencia organizada ha extendido sus tentáculos por todas partes en Italia
No es fácil gobernar una gran ciudad. Y menos debe serlo gobernar Venecia, la ciudad que se hunde. Ni siquiera cuando, en un rapto de optimismo, un alcalde decide olvidarse por un momento de conservar su perfil único e intenta proyectarla hacia el futuro. Eso es lo que le ocurrió a un munícipe anterior, Massimo Cacciari, filósofo de profesión, que en su día impulsó la construcción de un nuevo puente sobre el Gran Canal, el cuarto, y se lo confió al arquitecto español Santiago Calatrava. También esta apuesta por el siglo XXI trajo sus problemas, algunos ingenieriles, otros económicos, otros judiciales. Tanto fue así que cuando, hace unos meses, contacté con Cacciari para que me contara su versión de lo ocurrido, lo único que conseguí de él fue un mensaje telefónico en el que decía que no volvería a hablar nunca jamás de un tema que, a la postre, no le dio sino dolores de cabeza.
Venecia se hunde. Pero el suyo es un hundimiento hermoso, la promesa de una extraordinaria ruina romántica. Quizás su problema principal no sea ese, sino el formar parte de un país en el que algunas cosas también se hunden desde hace demasiados años; en el que la delincuencia organizada ha extendido sus tentáculos por todas partes y se hace sistemáticamente con un porcentaje escandaloso de los dineros públicos, ya sea a través de contratas aparentemente legales o por métodos más expeditivos.
Venecia se hunde. Y por pertenecer a un país que padece ese problema endémico, se hunde doblemente.