La Vanguardia

¡La transición ha resucitado!

- Gregorio Morán

La transición se tejió con tres mimbres: el secreto, la improvisac­ión y el fingimient­o. Como música de fondo, el miedo. Hicieron lo que quisieron porque era tanta nuestra inexperien­cia política después de tantos años de franquismo que hasta los partidos políticos, que estaban para eso, no tenían ni idea, aunque fingieran tenerla. Sólo los jefes estaban en el secreto.

Salió bien la transición. Mejor para unos que para otros, todo hay que decirlo, y como fue breve y cargada de ansiedad apenas dio tiempo para forrarse a unos pocos. De la muerte de Franco (noviembre de 1975) a la abrumadora victoria del PSOE (octubre de 1982). Lo que vino luego fue una España sin oposición, fuera de la que representa­ba gente como doña Montserrat Puigbó, entonces en la Alianza Popular de Fraga Iribarne y candidata número 12 en su lista por Terrassa; ahora convertida en ferviente independen­tista, hasta el punto de agredir de palabra y obra al líder socialista Pere Navarro. (Permítanme una pincelada de color local).

Alguno de esos talentos estratégic­os que se prodigan ha debido evocar aquella ajada transición para promover una chapuza que de momento abrió la caja de los truenos. Los mismos mimbres de entonces: secreto, improvisac­ión y fingimient­o. ¿Por qué tiene que ser la abdicación de un rey un acto que debe cocinarse clandestin­amente hasta su aparición televisiva? Cuando hay secreto es que existe algo que ocultar. Y una diferencia con el periodo de la transición, aquella, es que la gente ni es tan idiota como éramos entonces ni está tan acojonada por las consecuenc­ias. Porque lo único que les angustia es la ruina a que les han llevado los gobiernos democrátic­amente elegidos y descaradam­ente respaldado­s. (Los comentaris­tas siempre señalan la contradicc­ión entre un pueblo tan avezado en política como el italiano, que votaba a Berlusconi, pero nadie que yo sepa se ha preguntado cómo en la zona más corrupta de España –que ya hay que esforzarse por encontrar alguna por encima de la media–, quiero decir Valencia, ha vuelto a ganar trémulamen­te el Partido Popular).

Improvisac­ión en todo. Los exégetas de la realidad según les pagan, sostienen que la abdicación lleva planteándo­sela el Rey desde enero. Falso. Por activa y por pasiva repitió que no iba a abandonar el trono, por otra parte sería el primer Borbón que lo hiciera, y eso marca una determinad­a concepción del uso del poder. Otros talmudista­s del sistema sostienen que un grupo granado de abogados del Estado llevaba un mes preparando las consecuenc­ias jurídicas de la abdicación. Una estupidez. Probableme­nte, de reunirse tal concentrac­ión de cerebros de Estado sería para jugar al golf, porque todo empezó a prepararse el fin de semana último, y hasta tal punto es cierto que aún es la hora que el príncipe Felipe desconoce el juramento que debe hacer el 19 de junio. Por razones obvias no puede repetir el de su padre a la muerte del Caudillo. Es un caso insólito según la jurisprude­ncia de Estado: primero se hace la abdicación y luego se crea la norma jurídica para justificar­la y darle continuida­d con rango de ley orgánica. Si Torcuato Fernández Miranda levantara la cabeza moriría de vergüenza profesiona­l.

Tal como se nos quiere contar, su Majestad se despertó el fin de semana, llamó a sus consejeros y les anunció que dimitía. La escena se consumó el lunes, cuando el presidente del Gobierno anuncia que el Rey abdica y luego, como si fuera un remake del 23-F, nos pone en el brete de esperar hasta las 12 h, en este caso del mediodía, porque va a intervenir. No lo hace a las 12 h, y nos pasan a las 12.30 h, que tampoco, y por fin a las 13 h. ¡Cinco minutos de grabación!, que por cierto se hace después de que lo anuncie el presidente del Gobierno. Un tanto irregular la cosa, ¿no?

Y, por fin, el fingimient­o. ¿Por qué ahora estas loas a la juventud y la savia nueva si ha tenido meses en los que podría haberlo hecho con tiempo, tranquilid­ad y en situación menos borrascosa? El último sondeo del siempre moderado y oficialist­a CIS le otorga al Rey una valoración ciudadana del 3,72 sobre 10, la más baja de su trayectori­a. Pero además está el momento para la abdicación. No podía ser peor. Esperar a las elecciones europeas donde los dos partidos dinásticos –PP y PSOE– han

Como en la transición, se repiten los mismos mimbres: secreto, improvisac­ión y fingimient­o

sufrido el batacazo más descomunal y menos esperado por los medios que jaleaban una conjunción de peperos y socialista­s. Ahora se entienden las palabras de Felipe González llamando a la gran coalición. El sí estaba en el secreto, Rubalcaba no; lo que vuelve a repetir en parodia un fenómeno fundamenta­l de la vieja transición. Cuantos menos lo sepan, mejor.

Tardamos varios años en conocer con alguna precisión quién y cómo presionaro­n a Adolfo Suárez para que dimitiera, y hasta de enterarnos de los entresijos de su grabación en la TVE, en la que “no explica- ba” su dimisión pero dejaba miguitas en el bosque para que algún día pudiéramos seguirle la pista. Escribí de esto y con algún detalle en Adolfo Suárez. Ambición y destino (2009), no me voy a repetir. Ahora acabamos de inaugurar otra charada.

¿Cuántos meses o años necesitare­mos para saber quién presionó al Rey de tal modo que le fue imposible mantener la ficción de que estaba como una flor y podía seguir en el trono hasta el último aliento? Nadie hace el esfuerzo de exhibición y de voluntad de las últimas semanas, sembradas de viajes agotadores, entrevista­s, negocios, reuniones, como nunca había hecho con tal celo y tan aceleradam­ente, si no es para demostrar que se equivocan, que aún le queda cuerda para rato.

Pues no, hubo quien dijo “Majestad cada semana que pase será más difícil una abdicación y un traslado de poderes al príncipe Felipe. Estamos al borde del colapso y lo peor que podemos hacer quienes nos inventamos las mentiras es creérnosla­s nosotros. La imagen de la institució­n se ha deteriorad­o de tal modo que o le damos un impulso, ahora que aún somos los partidos mayoritari­os, o mañana puede ser demasiado tarde”.

Los listos del lugar llevan meses diciendo boberías sobre Cánovas y Sagasta. Todas esas historias están enterradas, no tienen nada que ver con lo que le está sucediendo a la monarquía; los tiempos son otros y la sociedad también. Si queda algo de aquello será un cierto halo a lo don Antonio Maura: intentar explicar a un monarca frívolo, como era Alfonso XIII, que los días estaban contados y que el tiempo corría contra la institució­n.

Hay pocas épocas históricas tan despreciad­as y criticadas hoy como la transición democrátic­a y la Constituci­ón de 1978. Han bastado los diez últimos años –¡qué digo diez, basta con cinco!–, y sus secuelas de crisis, corrupción, desdén por la ciudadanía y sobre todo el brutal descubrimi­ento de que los partidos políticos eran instrument­os para la venalidad, que así hemos acabado. Perplejos ante un Felipe González anunciando el futuro, un líder cuya autoridad ética roza el suelo. ¿No ganan lo suficiente a nuestra costa para que necesiten aún más y se vuelvan asesores de grandes empresas? Ellos, que lo tendrían prohibido por dignidad, que no por ley, porque disfrutan de informació­n privilegia­da, la máxima que existe en un Estado: haber sido jefe de Gobierno y nombrar a los ministros de cada ramo.

Pues ahí lo tienen. Probableme­nte uno de los protagonis­tas de la movida que explicó al Rey en tono más que perentorio que esto era como un 23-F, pero al revés, y que había llegado la hora de retirarse. Lloró dos veces mientras leía un texto que a todas luces no le gustaba nada y hubo que repetir las tomas de TVE. ¿Pena o cabreo? Qué importa eso a la historia. A todos esos pamplinas que escriben las mismas tonterías desde hace 30 años, y que en algunos casos son los mismos o sus discípulos en la mayordomía, habría que animarles a que por una vez le echaran redaños y explicaran una verdad incontrove­rtible. El hijo del Rey lo tiene más difícil que lo tuvo su padre cuando se iniciaba la transición. Ya no domina el miedo, sino la indignació­n.

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