La espía irresistible
Hace mucho tiempo, antes de la era digital, cuando la vida se resolvía a cara descubierta y la guerra era una cosa de hombres, una mujer bella, inteligente y fría ponía a prueba la inocencia de los agentes secretos que el Reino Unido entrenaba para actuar detrás de las líneas enemigas.
Se llamaba Marie Christine Chilver, aunque casi nadie lo supo hasta ayer. Los historiadores de la Segunda Guerra Mundial jugaban con la hipótesis de su existencia, pero no podían probarla. Todo lo que tenían eran rumores y testimonios imposibles de verificar sobre una supuesta agente Fifi, camuflada como periodista francesa, que engatusaba a los aspirantes a entrar en el SOE, el servicio secreto que el primer ministro Winston Churchill había creado para realizar golpes de mano y sabotajes en la Europa ocupada por los nazis.
Ayer, sin embargo, el Archivo Nacional
La agente Fifi sedujo a decenas de jóvenes espías en el Reino Unido
Británico desclasificó más de 3.000 documentos que confirman su historia. Los informes oficiales hablan de una mujer muy atractiva, “con dotes inusuales de inteligencia, valentía y personalidad”, una agente que recorría los hoteles de Liverpool, Newcastle, Wolverhampton y otras ciudades provincianas en busca de los jóvenes espías.
Fifi se hacía invitar a una copa o una cena. Resistir su seducción sin abrir la boca era la última prueba a la que se enfrentaban estos aprendices. Una vez finalizado el curso de formación, sus jefes les encargaban una misión secreta de 96 horas por el interior de Inglaterra. Era esencial que mantuvieran su identidad en secreto, sin revelar a nadie sus verdaderos objetivos. Fifi, sin embargo, tejía a su alrededor una red de sentimientos y expectativas amorosas difícil de romper. Estaban a punto de ser enviados a misiones muy peligrosas y la tentación de ha- cerse los héroes ante esa rubia de 22 años que les miraba a los ojos haciéndose pasar por francesa y periodista fue demasiado fuerte para la mayoría de ellos.
Chilver redactaba luego los informes que decidían la suerte de los reclutas. Consideraba que sus métodos eran justos y necesarios para que los agentes supieran resistir la tentación de todas las Fifis que se iban a encontrar a lo largo de sus carreras. A los que no pasaban la prueba les decía que el desengaño era un precio ridículo, irrisorio, comparado con el que hubieran pagado en manos de una espía nazi.
Chilver nació en Londres pero creció en Letonia, el país de su madre. Estudió en una escuela alemana de Riga y después en París, en la Sorbona. Cuando estalló la guerra se refugió en un internado de Besançon. A los pocos meses escapó con el objetivo de alcanzar Inglaterra. En la huida encontró a un piloto herido de la RAF y logró llevarlo hasta Londres. Allí ofreció sus servicios al SOE, que no lo dudó. Hablaba media docena de lenguas y era perfecta como “agente provocadora”.
El trabajo, aunque esencial, era muy rutinario y nada atractivo. Debía seducir a hombres guapos y feos, listos y tontos. De uno de ellos afirma que “no se ha dado cuenta de que estaba siendo interrogado de forma sistemática y maliciosa, a pesar de que me he esforzado para que fuera evidente”.
Los papeles no hablan de la frustración y la soledad de la espía condenada a traicionar la inocencia de sus conquistas, ni del peso que soportó después. Lo que sí dicen es que dejó el SOE al acabar la guerra y que se instaló en un pueblo de la campiña inglesa con su pareja. No tuvieron hijos ni amigos. Dedicaron su vida a los perros y su jardín. Chilver murió en el 2007 sin decir nada a nadie.
Chilver fue una pieza clave del esfuerzo militar británico durante la Segunda Guerra Mundial