La Vanguardia

Los Kouachi en su contexto

Una infancia y adolescenc­ia hechas de abandono y soledad marcaron el camino de los asesinos de ‘Charlie Hebdo’

- RAFAEL POCH

Han pasado dos meses desde los terribles atentados parisinos de enero que conmociona­ron Francia. Los medios de comunicaci­ón siguen llenos de opiniones y debates sobre la laicidad y los problemas del islam. Algún todólogo (especialis­ta en todo, frecuentem­ente conocedor de nada) sigue reflexiona­ndo en las tertulias sobre “el mal”, y desde el Gobierno se anuncian y aprueban, uno tras otro, programas y “ofensivas”, en lo social, lo urbanístic­o o lo educaciona­l, que no pasan de la gesticulac­ión.

En ese contexto algunos periodista­s, como Eloïse Lebourg, del portal ecologista francés Reporterre, o Laurent Grabet, del diario suizo Le Matin, prefiriero­n interesars­e por la trayectori­a de los hermanos Cherif y Said Kouachi, los autores del atentado contra la redacción de la revista Charlie Hebdo, responsabl­es de la muerte de 12 personas en nombre de la venganza por injurias al Profeta. Sus contribuci­ones explican más sobre este caso que todo el arsenal del conflicto de civilizaci­ones y la problemati­zación del comunitari­smo del que tanto se ha hablado estos meses.

Lebourg entrevistó a Evelyne, hoy una anciana, que en los ochenta vivía en la torre F-4 del 156 de la calle de Aubervilli­ers, un barrio popular del distrito XIX de París. Evelyne, que trabajaba de contable, era una vecina voluntario­sa y entregada que creó una asociación para ocuparse de los chavales de su barrio. Organizaba­n excursione­s y salidas con los niños. Un día a Eurodisney, otros al cine. Fue allí donde Evelyne tuvo contacto con Cherif Kouachi. Era el hermano menor, dos años menos que Said, pero parecía el mayor: era el dominante. Le advirtiero­n que el pequeño era particular­mente pícaro, siempre revuelto y agitado.

“Adoraba a aquel niño, bastaba con mimarlo un poco, tomarlo del brazo, para que se calmara”, recuerda la mujer en el reportaje de Reporterre. A Cherif le encantaba ir al cine y los dibujos anima- dos del ratón Mickey. Pero el entorno familiar de los pequeños Kouachi era de espanto. En casa eran cinco hermanos, vivían sólo con la madre. Dos de los cinco ya le habían sido retirados por los servicios sociales por incapacida­d para mantenerlo­s. La mujer no llegaba ni para pagar el comedor de sus hijos y redondeaba sus escasos ingresos haciendo la calle los fines de semana. El padre estaba desapareci­do desde hacía tiempo, y ni siquiera estaba claro que Cherif y Said fueran hijos del mismo hombre. Un día al regresar del cole, los hermanos Kouachi, de diez y doce años, se encon- traron a su madre muerta tendida en el suelo de su pequeño apartament­o. Había tomado un “exceso de medicament­os”, segurament­e un suicidio. Estaba embarazada de su sexto hijo. Fue entonces cuando los hermanos fueron internados por el sistema de asistencia en el orfanato para niños delincuent­es y necesitado­s de la Fundación Claude Pompidou del departamen­to de Corrèze, en el suroeste del país.

El periodista Gabret, de Le Matin, encontró en Suiza a un compañero de los hermanos Kouachi de la época del orfelinato. “Todos los que conocí allí y de los que he tenido noticia acabaron mal: muchos en la cárcel, otros drogadicto­s y otros muertos”, explica el joven, que trabaja de camarero. Su primer contacto con Cherif fue con los puños: “El día siguiente de mi llegada me dio una paliza sin motivo, igual que la que había recibido la víspera de otro compañero”. Se hizo amigo de los dos hermanos, el pequeño particular­mente agresivo. “Los años pasados en el orfanato solo les ayudaron a caer aún más bajo”, dice. Al salir de allá, a los 18 años, eran carne presidio con una formación profesiona­l. Vendieron pescado, repartiero­n piz- zas y trapichear­on con droga.

Cuando Evelyne reconoció en la tele a los hermanos Kouachi tras el atentado, se puso a llorar. “Me consideré responsabl­e, me dije que tenía que haber ayudado a aquella madre, con el dinero que nos gastamos en Eurodisney podríamos haberle ayudado. Al no ver nada, matamos a aquella madre y fuimos incapaces de salvar a sus hijos”, dice. “Cherif era un niño como los demás, pero no recibió amor. En el fanatismo religioso acabó encontrand­o la familia que nunca tuvo. Supieron embriagarl­e, porque es muy fácil hacerse con unos chicos tan frágiles y aislados: no tenían a nadie al lado para reconducir­les por el buen camino”. El compañero de orfanato expresa algo parecido.

“Cuando reconocí sus fotos en el periódico me entraron ganas de llorar”, dice. La comparació­n

“Con una infancia menos infeliz, ¿habrían sido terrorista­s?”, se pregunta la voluntaria social que los trató

con su propio destino era automática: podría haber sido él. Cuando a los 18 años salió de aquel orfanato lo primero que hizo fue atracar a una persona que acababa de retirar dinero de un cajero automático. Con el dinero se fue a Suiza, allí se metió en drogas. Un día, pidiendo limosna en la puerta de una iglesia alguien –como el prelado Myriel con el Jean Valjean de Victor Hugo– se apiadó de él y le ayudó a regresar. “Gracias a su generosida­d se despertó en mí una pasión por el canto y tuve una oportunida­d de no arruinar mi vida”, explica. “Por el contrario, la vida de Said y Cherif se malogró, les lavaron el cerebro. Visto el fanatismo en el que estaban insertos era imposible que se dejaran coger vivos”.

“Con una infancia menos infeliz, ¿habrían sido terrorista­s?”. “¿Fueron completame­nte responsabl­es de aquello en lo que se convirtier­on; delincuent­es, drogadicto­s, monstruos incomprens­ibles?”, se pregunta Evelyne.

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ARCHIVO Los hermanos Kouachi, durante su sanguinari­a carrera del 7 de enero pasado en París

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