Frente al terrorismo global
El 11 de abril del 2002, Túnez fue víctima de un atentado contra una sinagoga de la isla de Yerba, donde vive una de las escasas comunidades judías del Magreb. Esta vez, ha sido la capital la atacada por un terrorismo islamista que ha golpeado de lleno el único país del mundo árabe que ha sabido mantener el aliento democrático de su revolución (enero del 2011).
La matanza del pasado 18 de marzo presenta unas características remarcadas por todos los observadores. Es obra, según parece, de islamistas tunecinos y no de agentes llegados del exterior, como ocurre con muchas violencias que afectan cada vez más las zonas de los países limítrofes, con Libia y Argelia. Atacando a turistas en un museo de reputación internacional situado en el corazón de la ciudad y junto al Parlamento, el terrorismo disloca los intereses económicos del país y desbarata su atractivo para los turistas por un lado (el turismo contribuye en varios puntos al PIB y de él dependen doscientos o trescientos mil empleos, directa o indirectamente) y, por otro lado, para los eventuales inversores extranjeros.
Con este nuevo episodio de violencia islamista es posible precisar el espacio del actual terrorismo global. Ante todo el fenómeno se ha diversificado en sus modalidades de expresión; y cubre un espacio inmenso. Así, los atentados del 11-S en Estados Unidos tuvieron un significado planetario, metapolítico, sin vínculos con las especificidades nacionales de ese país puesto que quienes los perpetraron procedían de fuera; los ataques pusieron de manifiesto una organización estructurada de un modo piramidal, Al Qaeda.
El atentado de Túnez se inscribe en una nueva generación del terrorismo global. Se inscribe, pa- rece ser, en una lógica reticular más que en un funcionamiento de tipo piramidal, y además debemos situarlo en un contexto de competición entre organizaciones del terror islámico. Como ha ocurrido en muchas otras ciudades en el curso de los últimos años, pone en cuestión el propio Estado, el tunecino en este caso, desde el interior; pero, al mismo tiempo, los terroristas le dan un alcance más amplio: el atentado se sitúa en la encrucijada de los problemas de la sociedad tunecina, y de los objetivos planetarios de la yihad contemporánea. No anuncia la formación de un contra-Estado, no puede aspirar a la toma del poder estatal, pero se inscribe en un universo donde, con Boko Haram y el Estado Islámico, se constituyen neo-Estados islamistas. Desde este punto de vista, la proximidad de Túnez con Libia resulta particularmente inquietante, porque en este último país hay zonas enteras que podrían alimentar el proyecto de otro califato.
Lo poco que sabemos en este momento de los asesinos indica que se inscriben en un paisaje que conocen bien otros países, empezando por Francia: de Túnez han partido en dirección a Siria para participar en la experiencia del Estado Islámico varios centenares de jóvenes, varios millares seguramente; hombres sobre todo pero también mujeres, muchos de los cuales han regresado tras haber recibido una formación en el manejo de armas y haber sido socializados en la ideología de la yihad. Como consecuencia de la efervescencia social suscitada en el plano interno por la crisis económica y el desempleo, que afecta a más del 30 por ciento de la juventud tunecina, y también de una búsqueda de sentido que hace que algunos se unan al Estado Islámico, Túnez es el teatro de un fenómeno que va mucho más allá de los autores de la matanza del pasado día 18 de marzo. Marruecos, por lo que ya resulta patente, y Argelia podrían conocer esa conjunción de unos procesos que se mantienen internos y de otros ligados a una experiencia vivida en Oriente Próximo. Y también en la otra orilla del Mediterráneo cabe constatar el auge de lógicas de pérdida del sentido que llevan a algunos a radicalizarse ya sea directamente, in situ, ya sea pasando por Siria o Iraq.
Ocurre con el terrorismo actual lo mismo que con los movimientos sociales contemporáneos: puede ser a la vez local, inscrito en el seno de un Estado-nación, y global, en la medida en que extrae su sentido de una violencia que se nutre socialmente de las dificultades y las carencias de la sociedad en cuestión y simbólicamente de elementos de sentido mundializados. De resultas, para combatirlo, las autoridades públicas deben ser también ellas
La proximidad de Túnez con Libia es inquietante, porque hay zonas que podrían alimentar otro califato
capaces de articular una acción nacional e internacional. La seguridad es con el terrorismo un asunto interior, que depende de la policía y los procedimientos propios de cada país, y también un asunto global, que depende del ejército y la diplomacia, no sólo de formas de cooperación entre países, sino de autoridades que deberían ser, también ellas, supranacionales.
Las reacciones, a uno y otro lado del Mediterráneo, tras la matanza de Túnez, traducen una fuerte solidaridad emotiva, la conciencia de compartir un mismo problema que, sin embargo, se declina en cada país de modo diferente. Ahora bien, más allá de la emoción, ¿podemos contemplar formas instituidas de relaciones entre Estados que los superen a todos ellos y que permitan instaurar una acción acorde con la escala euromediterránea del problema? Dicho de otro modo, lo que consigue hacer el terrorismo, esa fusión de lógicas localizadas y lógicas planetarias, ¿podrán contemplarlo y ponerlo en práctica los Estados de las dos orillas mediterráneas?