La Vanguardia

Dejen en paz a las palabras

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Lo que me temía ha terminado por suceder. Los nuevos aires políticos, en su afán innovador menos interesant­e, han estropeado uno de mis cuentos favoritos. No sé si para siempre. Ocurrió que estaba releyendo un divertido relato de Cortázar titulado Simulacros, en uno de esos ratos de placer y anestesia literaria que buscamos al final del día, como oasis en el desierto. Después de una jornada de realidad peluda, reconforta adentrarse en las ocupacione­s raras de esa familia de la calle Humboldt, a la que gustan precisamen­te “las ocupacione­s libres, las tareas porque sí, los simulacros que no sirven para nada”. Historias que nos ayudan a aliviar la mente y levantar el vuelo, quién sabe hacia dónde, pero sin duda hacia un lugar más intrépido. Dicho sea de paso que en Simulacros, esta familia cortazaria­na –antes de entregarse a la inútil y trabajosa tarea de recuperar un pelo dejado caer por el agujero del lavabo, o hacer posar a un tigre– se afana en construir un patíbulo en el jardín, con plataforma, horca y rueda, aullándole a la luna, para nada y porque sí.

Así me deleitaba con cada una de las palabras del fabuloso escritor, deslizándo­me por su sencilla y a la vez porosa ironía, como pez volador, entregada al juego, cuando justo al final de una frase redonda, fatalmente antes de un punto delicado que aún remachaba más la cosa, me di de narices con la primera persona del plural del presente indicativo del verbo poder. Entenderán ustedes de qué palabra hablo, y qué nuevo significad­o se le impone hoy, de forma inevitable. Debía haberlo sospechado, porque el relato está contado desde esa persona gramatical. Debía haber echado el freno antes de tropezar con el pedrusco, antes de que me metieran en el ojo el dedo de la actualidad, que pretendía evadir. Porque, más allá de mis opiniones sobre el partido político en cuestión, que no vienen aquí a cuento y nunca mejor dicho, en mi rato de desintoxic­ación terrenal la invasión fue terrorífic­a. El relato se vino abajo, aterrizó en tertulias televisiva­s o pancartas, se inundó de rostros y palabras que nada tenían que ver con la calle Humboldt que compartíam­os el escritor y yo.

¿No podrían, señores ideólogos de futuros partidos, tener un poco de cuidado con las palabras y dejar de manoseárno­slas? Al menos a las más usuales, en especial los verbos, imprescind­ibles para respirar, pulmones de cualquier frase, ¿no podrían tratarlos como un bien común, reserva natural o especie protegida, y preservar, sobre todo, su necesaria desnudez? Hemos perdido un verbo, pero a lo mejor aún podemos –ay– socorrer a los demás.

Señores ideólogos de futuros partidos, ¿podrían tener cuidado con las palabras y dejar de manoseárno­slas?

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