En el nombre del padre
Las campañas electorales de Madrid y Andalucía obligan a los candidatos a hacer esfuerzos sobrehumanos y grotescos. Las apariciones públicas se multiplican tanto como el riesgo, inevitable, de soltar alguna barbaridad. Los candidatos estrella de la causa socialista del momento, Susana Díaz en Andalucía y Antonio Miguel Carmona en Madrid, despliegan un estilo difícil de comparar pero que, además de la verborrea populista inherente al circo electoral, tiene en común las referencias al padre. En un reciente mitin, el padre de Díaz presenció el discurso de su hija y, con espontánea emoción, le oyó decir: “Mi padre me dijo: ‘si te vas a meter en política que nadie te haga bajar la cabeza’”. Con respecto a Carmona, en casi todas las entrevistas que concede repite la misma fórmula: “Mi padre me matriculó en la asignatura de la honradez y, tras su muerte, pienso sacar en su memoria matrícula de honor en el arte de la integridad y la decencia”.
Ya hace décadas que los peligrosos asesores electorales recomiendan explotar la dimensión humana y familiar de los candidatos. Interpretan que referirse a la honradez de los padres es un puente de empatía y de proximidad con los electores y que semejantes emociones acaban influyendo en el momento de votar. En el caso de Díaz, la presencia testimonial de su padre vivo avala la afirmación pero, en el caso de los padres fallecidos, tenemos que aceptar la pa-
Muchos hijos de padres perfectamente corruptos se comportan con honradez e integridad
labra como un homenaje póstumo de fidelidad a unos valores y como una declaración de compromiso. Más allá del primer efecto emocional, sin embargo, la estrategia es discutible. El hipotético votante tiene derecho a hacerse una pregunta lógica: si su padre no le hubiera matriculado en la metafórica –y algo cursi– asignatura de la honradez, ¿el candidato sería corrupto? O, invirtiendo doblemente el argumento, que tu padre fuera un devoto de la integridad no garantiza que tú lo seas y, al revés, hay muchos hijos de padres perfectamente corruptos que se han comportado con honradez e integridad. Es más: a veces precisamente por el hecho de haber tenido un padre irremediablemente corrupto, decides comprometerte con un estilo de vida irreprochable.
La coherencia entre los valores defendidos por padres e hijos parece buscar un efecto inmediato, que apela a una conducta sustancial. Hace años el candidato socialista Pere Navarro vivió una situación insólita: su padre manifestó públicamente que no votaría por su hijo no porque el hijo en cuestión no fuera una persona íntegra sino porque ambos defendían ideas diferentes. Esta es la típica circunstancia que cualquier asesor electoral intentaría enterrar pero que, argumentada con criterios menos inmediatos, también se podría explotar. Que un padre y un hijo compartan valores pero discrepen respetuosamente, ¿es un lastre o una prueba de pluralidad compartida? Por suerte, la mayoría de los candidatos son más prudentes y procuran no hablar de sus padres del mismo modo que muchos padres intentan no hablar demasiado de sus hijos. Y cada bando tiene sus razones para hacerlo.