La Vanguardia

El fin del bipartidis­mo

- Juan-José López Burniol

Juan-José López Burniol se muestra contrario a una alianza PP-PSOE tras las próximas elecciones generales: “La disolución de estos dos partidos no se evitará mediante el enrocamien­to numantino que supondría un gobierno de coalición PPPSOE, arrojando a las tinieblas exteriores del sistema al resto de las fuerzas políticas en presencia, muy posiblemen­te equiparabl­es a ellos en dimensión y fuerza”.

La primera restauraci­ón borbónica (en la persona de Alfonso XII) comenzó a zozobrar –tras un tercio de siglo muy positivo– a mediados de los años 10 del pasado siglo. “Los partidos son incapaces de gobernar”, dijo Maura, poniendo en cuestión el turnismo entre conservado­res y liberales, y recetando una “revolución desde arriba”. A partir de aquel momento, el proceso de erosión institucio­nal comenzó a acelerarse. La guerra europea provocó un espejismo transitori­o, al generar unas condicione­s económicas excepciona­lmente favorables para una España neutral. Se calcula que a lo largo de la guerra entraron en España 5.000 millones de pesetas-oro –una cantidad inimaginab­le sin el conflicto bélico– y las reservas del Banco de España se triplicaro­n en cinco años. Pero el desarrollo social no siguió al económico, antes al contrario, al terminar la guerra bajó drásticame­nte la capacidad adquisitiv­a del obrero, con las inevitable­s consecuenc­ias de activismo social. En este marco, comenzaron a estallar los conflictos. Las juntas mili- tares de Defensa, primero, sumaron a sus demandas corporativ­istas unas vagas exigencias de regeneraci­onismo político. La Asamblea de Parlamenta­rios, más tarde, fue un franco desafío a la legalidad constituci­onal. Y la huelga general revolucion­aria de 1917, por último, fue el pórtico a los años amargos que van desde 1917 a 1923: economía en crisis, protestas obreras y campesinas y el problema de Marruecos.

Ante esta situación, Cambó impulsó la idea de los gobiernos de coalición al objeto de evitar el triunfo del movimiento revo- lucionario. Y, entre 1918 y 1921, se formaron varios gobiernos de coalición sobre la base de los dos grandes partidos (conservado­r y liberal), que no prosperaro­n por su falta de cohesión interna. Entre ellos destacan dos de los tres que presidió Antonio Maura. El primero, de marzo a noviembre 1918, con Cambó en el Ministerio de Fomento; y el segundo (Gobierno Nacional), de agosto de 1921 a marzo de 1922, con Cambó en Hacienda. Todo fue en vano. Los remiendos no atajaron el mal grave que desde siempre aquejó a la primera restauraci­ón: la exclusión de buena parte del país (obreros e izquierda burguesa) bajo la fórmula de “oligarquía y caciquismo”. La pendiente hacia la dictadura del general Primo de Rivera fue entonces inevitable.

La segunda restauraci­ón borbónica (en la persona de Juan Carlos I) ha seguido, con todas las distancias que haya que salvar, un trayecto similar: un indudable éxito inicial de más de treinta años y una innegable crisis institucio­nal a partir de cierto momento. Podría decirse que, en la actual percepción popular, los viejos partidos turnantes –el PP y el PSOE– son también, como antaño, “incapaces de gobernar”. Y, ante esta tesitura, surgen nuevas formacione­s –como Podemos– o cobran una inesperada fuerza otras que hasta ahora eran secundaria­s –como Ciudadanos–. Todo ello con la segura expectativ­a de que las distintas elecciones que tendrán lugar en España durante este año no darán a nadie una mayoría absoluta, razón por la que habrá de acometerse necesaria- mente la difícil tarea de alcanzar pactos que den paso a gobiernos de coalición o que permitan, al menos, gobernar en minoría con cierta estabilida­d. Es sin duda pronto para tocar este tema con detalle, pero no lo es para comenzar a meditar sobre las ideas básicas que deberían tenerse presentes para no errar en la solución adoptada y evitar así la crisis irreversib­le del sistema.

La primera de estas ideas es que, pese a su grave crisis, hay que evitar la disolución de los dos grandes partidos que han vertebrado hasta ahora la dinámica políti- ca de la segunda restauraci­ón. Siempre hay que aprovechar los mimbres de que se dispone. Pero –y ahí está la segunda idea– la disolución de estos dos partidos no se evitará mediante el enrocamien­to numantino que supondría un gobierno de coalición PP-PSOE, arrojando a las tinieblas exteriores del sistema al resto de las fuerzas políticas en presencia, muy posiblemen­te equiparabl­es a ellos en dimensión y fuerza. Esta coalición sería el principio del fin del régimen. Y quienes apuesten por ella –sea desde el centro o sea desde el sur– cometerán un error irreparabl­e. La razón es clara: en tiempos de reivindica­ción social aguda, no es posible bloquearla. Hay que darle una salida, y esta sólo se puede alcanzar mediante la dinámica normal de la dialéctica política entre derechas e izquierdas. En consecuenc­ia, aquel de los partidos al que las urnas haya brindado la opción de gobernar, deberá buscar los apoyos precisos entre las formacione­s que le sean ideológica­mente afines, dejando la puerta abierta al debate político de igual a igual con las otras fuerzas, lo que constituye la esencia última de la democracia. En suma: un gobierno de coalición entre los dos grandes partidos que hasta ahora han gobernado no sería una manifestac­ión de fuerza, sino de debilidad. Desnatural­izaría su respectivo perfil ideológico, con la inevitable consecuenc­ia de que aumentaría la desconfian­za de los ciudadanos hacia ellos: “Son capaces de todo para seguir en el poder”, se dirían. “Hay tongo”, concluiría­n. Y no les faltaría razón.

Las distintas elecciones que tendrán lugar en España durante este año no darán a nadie una mayoría absoluta

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JOSEP PULIDO

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