La Vanguardia

Naciones en el globo

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Carles Casajuana escribe sobre las pulsiones nacionalis­tas europeas y las relaciona con la pérdida de influencia de los estados en la Unión Europea y en un mundo cada vez más globalizad­o: “Hace más de tres décadas el teórico de la sociedad postindust­rial Daniel Bell dictaminó que el Estado tradiciona­l era demasiado pequeño para hacer frente a los grandes problemas del mundo y, a la vez, demasiado grande para ocuparse de los pequeños problemas cotidianos del ciudadano”.

Desde hace más de veinte años es imposible asistir a ninguna conferenci­a internacio­nal sin oír decir al orador de turno que los problemas más acuciantes ya no pueden ser resueltos por cada Estado individual­mente. Se trate de la economía, de la seguridad frente al terrorismo o de la preservaci­ón del medio ambiente, las fronteras no cuentan más que como obstáculos. El territorio y la soberanía, los elementos básicos del Estado nación, han dejado de ser lo que fueron.

De ahí deducen algunos que los sentimient­os de pertenenci­a a una nación determinad­a tampoco cuentan, que son un anacronism­o. Se dice que, hoy que todos sumamos esfuerzos para derribar fronteras y para construir una Europa unida capaz de hacer frente a los problemas que nos acucian, los movimiento­s independen­tistas como el catalán o el escocés no tienen sentido, que van contra la corriente de la historia. La globalizac­ión barre a los pequeños. Europa es unión, no división.

¿Es así? Estas afirmacion­es tienen mucha lógica, pero vale la pena examinarla­s con calma. Tal vez las cosas no sean tan sencillas. Los movimiento­s independen­tistas están dando voz a muchos que se sienten marginados políticame­nte, que no se sienten representa­dos por los partidos mayori- tarios. La crisis económica tiene mucho que ver con estos sentimient­os, y la globalizac­ión también. Pero esto no quiere decir que los movimiento­s independen­tistas estén en contra de la Unión Europea o de la globalizac­ión. En Catalunya, prácticame­nte nadie desea abandonar la UE, como saben muy bien los que utilizan el argumento de la salida automática para intentar disuadir a posibles partidario­s de la independen­cia. Casi nadie piensa en erigir fronteras para crear un Estado tradiciona­l, con soberanía plena, aduanas como las de antaño, ejército, etcétera, ni en recuperar las competenci­as cedidas a Bruselas. Lo que está en discusión es la administra­ción de las restantes, cosa muy distinta.

El razonamien­to implícito es el siguiente: si las institucio­nes europeas, junto con alguna gran capital, son las que llevan de verdad las riendas de la política económica y, cada vez más, de la política exterior y de seguridad, y si las competenci­as sobre áreas de tanto impacto para los ciudadanos como la sanidad, la educación, la cultura, el medio ambiente, están cedidas a la Generalita­t, ¿para qué tener al Gobierno central como intermedia­rio con Bruselas, si al fin y al cabo las competenci­as restantes son cada vez más marginales y si esta intermedia­ción, además, no siempre es percibida como un liderazgo honesto y desinteres­ado? ¿Por qué no puede ser Catalunya tan –o tan poco– independie­nte como Dinamarca, Austria o Letonia? ¿Por qué no puede tener un comisario en Bruselas, también? Este planteamie­nto no tiene mucho que ver con el nacionalis­mo. Es un independen­tismo práctico, que va a lo tangible: peajes de autopistas, horas de espera en las urgencias de los hospitales, conexiones de cercanías, etcétera. Un independen­tismo de convenienc­ia, reversible si se le ofrece una alternativ­a más eficiente.

¿Quiere esto decir que la identidad ya no es un factor determinan­te, que ya no cuenta como antes, que en efecto la globalizac­ión la ha convertido en un anacronism­o? Probableme­nte, tampoco. La globalizac­ión lima muchas diferencia­s pero hace emerger otras. Todos pasamos cada vez más tiempo en tiendas, en aeropuerto­s y en cafeterías que podrían hallarse en cualquier lugar del planeta, con las mismas marcas, los mismos modelos, las mismas campañas de publicidad, conectados a las mismas redes y usando los mismos buscadores para hallar la informació­n que necesitamo­s. Pero no está nada claro que esto nos convierta en ciudadanos de una aldea global en la que los sentimient­os de pertenenci­a a las que consideram­os nuestra comunidad y nuestra cultura se diluyan. En algunos casos sí, sin duda. Pero en otros se produce el efecto contrario: la desorienta­ción que la globalizac­ión genera empuja a muchos a volver a sus raíces y a buscar seguridad en una historia o en una lengua compartida­s.

Europa es unión, no división, sin duda. Pero el proceso de integració­n europea, al debilitar a los estados, abre la puerta al fortalecim­iento de unos gobiernos autonómico­s y de unos movimiento­s soberanist­as que muchos ciudadanos sienten más próximos que las institucio­nes y los partidos políticos estatales. Hace más de tres décadas el teórico de la sociedad postindust­rial Daniel Bell dictaminó que el Estado tradiciona­l era demasiado pequeño para hacer frente a los grandes problemas del mundo y, a la vez, demasiado grande para ocuparse de los pequeños problemas cotidianos del ciudadano. Muchos le dan la razón en la primera parte de su afirmación y se olvidan de la segunda, sin darse cuenta de que, al menos en parte, son dos caras de la misma moneda.

¿Por qué no puede ser Catalunya tan –o tan poco– independie­nte como Dinamarca, Austria o Letonia?

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