La Vanguardia

Comunicand­o, comunicand­o

- Fernando Ónega

Cuando un político piensa que todos sus problemas son de comunicaci­ón, malo. Es la señal de su decadencia. Es la persistenc­ia en sus errores, que no está dispuesto a corregir, sino a culpar a otros de la falta de transmisió­n del mensaje. Es, en muchos casos, la expresión de una voluntad de control o influencia informativ­a. El primero se ejerce directamen­te en los medios de titularida­d pública. La segunda se pretende en los privados. Y es casi siempre un reflejo de la devaluació­n de la política: quien culpa de sus fracasos a la comunicaci­ón no aspira a convencer al ciudadano votante por sus méritos, ni por la fuerza de los hechos, sino por la fuerza de la propaganda.

Algo de eso está ocurriendo. La prioridad de la mayoría de los partidos, sobre todo del PP, es reinventar la comunicaci­ón. Frases tópicas, como “dedicamos mucho tiempo a gobernar y poco a contarlo”, son repetidas por los ministros con angustia creciente a medida que se aproximan las urnas y las encuestas denuncian desapego social. Como consecuenc­ia, no se examinan debidament­e los fallos de gobernació­n, las causas del desafecto o las demandas sociales, sino que se plantea cómo convencern­os a todos de que se gobierna bien.

Se tiende a creer que este estado de ánimo es consecuenc­ia de Podemos y su lanzamient­o a través de tertulias de tele- visión. No es exacto. También González, cuando vio que se aceleraba su decadencia, hizo culpable a la comunicaci­ón. Llegó a imaginar un muro que se interponía entre su obra y el pueblo e impedía la difusión de su mensaje. Los gobiernos que vinieron después, el de Aznar, el de Zapatero y de Rajoy, cayeron en el mismo defecto: creían que comunicaba­n bien cuando gobernaban bien, y cuando go- bernaban mal culpaban al comunicado­r.

Ante el fenómeno Podemos y Ciudadanos, se ignora que, si Iglesias o Rivera ocuparan todos los debates del mundo, pero no tuvieran un mensaje que conecta con una parte de la sociedad, de nada les serviría tanta presencia mediática. El Gobierno podría inundar de ministros todos los programas, que, si no tienen algo que vender, sólo los adictos comprarían su mercancía. Los hechos se venden solos, porque son noticia. Ya nadie duda, por ejemplo, de la recuperaci­ón económica porque es un hecho. No necesita más altavoces. Sí se duda de cómo se gestiona y de las víctimas que ha dejado en su camino y que sólo parecen preocupar a los partidos emergentes y a la oposición.

Hay un riesgo añadido en la conquista de la comunicaci­ón: el hurto del debate político a las institucio­nes representa­tivas y su desplazami­ento a los medios. Ya se está produciend­o. Las sesiones parlamenta­rias han degenerado en un permanente y tú más, sin capacidad de reacción ante los problemas que surgen a diario en el país, mientras que la confrontac­ión de ideas e incluso de soluciones se produce en las tertulias. Esa es una de las raíces de la crisis institucio­nal. Y, si el debate se desplaza a los medios y los políticos entienden que no comunican de acuerdo con sus intereses, está justificad­o un temor: que el paso siguiente sea el de su control.

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ZIPI / EFE Tusk, del Consejo Europeo, y Rajoy
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