La Vanguardia

La sociedad del riesgo humano

- Manuel Castells

Ulrich Beck, cuyo reciente fallecimie­nto lloramos en el mundo, nos dejó una obra maestra de la sociología, La sociedad del riesgo (1992). Mostró cómo la complejida­d de las sociedades modernas, organizand­o de forma sistemátic­a todos los actos de nuestra vida, ha incrementa­do la incertidum­bre. Porque los sistemas tecnológic­os y organizati­vos de los que dependemos han transforma­do nuestra existencia en procedimie­ntos cuyo funcionami­ento se asume como normalidad. Cuando alguna conexión falla, la repercusió­n en cadena de ese engranaje en todos los reguladore­s de la cotidianid­ad amplifica las consecuenc­ias de un fallo puntual para todo el sistema. Y como la regulación perfecta es inverosími­l, estamos expuestos a lo imprevisib­le, al riesgo de que ocurra cualquier cosa. Por eso plantea Beck que la capacidad institucio­nal y personal de gestionar el riesgo de lo imprevisto es la clave para un manejo de la vida en el tipo de modernidad en que vivimos. Profunda reflexión que ilumina los angustiado­s debates que surgen a partir de la tragedia de Germanwing­s.

Nos damos cuenta de que el sistema no depende de máquinas, sino de la interacció­n entre máquinas y humanos. Y que lo más imprevisib­le somos nosotros. En la medida en que lo que haga un individuo tiene efectos en colectivos muy amplios, tanto en el instante como en el largo plazo, la potencia tecnológic­a que hemos acumulado puede tener consecuenc­ias catastrófi­cas a partir de actos humanos no controlabl­es.

Se acumulan las informacio­nes sobre la perturbaci­ón mental de Andreas Lubitz el día en que se convirtió en homicida suicida aprovechan­do su control de la cabina de vuelo. Su depresión estaba diagnostic­ada pero no controlada por su empresa ni revelada en su contexto laboral, aunque sí en el personal. Y también aparece un vínculo entre su estado mental y el miedo a perder su sentido de vida: volar. Las reacciones de industria y gobiernos para evitar futuros desastres pasan por reforzar los mecanismos de control del uso de las máquinas por los humanos. Por un lado, no dejar nunca a un piloto solo en la cabina. Por otro lado, controlar el estado psíquico de los pilotos. Es decir, se rompe la confianza en quienes nos transporta­n de un lugar a otro. Y se hace aún más complejo, y por tanto menos previsible, el sistema de control. Porque aunque haya otra persona en la cabina, ¿quién impide al posible homicida neutraliza­r a su controlado­r? ¿Tendrá que ser un robusto agente armado el que vigile las salidas al baño? ¿Y si es el agente el que es maniaco-depresivo? Lo cual remite al control psiquiátri­co previo de pilotos y sus controlado­res. Un control que no se hace rigurosame­nte porque es profesiona­lmente imposible. Las pruebas psicológic­as son simples respuestas del sujeto analizado en un momento dado y su historial pocas veces permite predecir futuras reacciones imprevisib­les. Así pues, habría que proceder a un verdadero análisis psiquiátri­co con seguimient­o continuado desde los cursillos de formación y a lo largo de la carrera profesiona­l. Pero si eso se hace con los pilotos, ¿por qué no con los conductore­s de tren, autobús y barco? ¿O con los policías? ¿O con el personal médico que tiene derecho profesiona­l de vida y muerte sobre nuestros cuerpos? Y puestos a controlar irresponsa­bles, ¿por qué no empezar con aquellos financiero­s que colapsaron la economía mundial destruyend­o millones de vidas? ¿O con los políticos profesiona­les, para asegurarno­s de que no son cleptómano­s? De hecho, en Argentina tras el corralito, se debatió un proyecto de ley para someter a los diputados a una evaluación psicológic­a.

Es decir, en múltiples dimensione­s de nuestra vida quienes controlan los mecanismos de los que dependemos pueden, potencialm­ente, destruirno­s a partir de comportami­entos derivados de trastornos mentales. ¿Pero qué trastornos? Si hablamos de depresión, se estima que un 20% de los europeos (10% en España) sufre depresión clínica. A ellos se añaden otras enfermedad­es mentales. En el mundo, de las diez enfermedad­es graves más difundidas, cinco son mentales. En Estados Unidos el 60% de las mujeres están medicadas con antidepres­ivos. ¿Vamos a estigmatiz­ar a cualquiera que haya tenido una condición mental problemáti­ca? ¿Crear un panóptico distribuid­o? Si la inestabili­dad mental conlleva un alto riesgo, estaríamos en una sociedad de locos en la que tendríamos que estar todos vigilados, incluidos enseñantes capaces de neurotizar a los niños y hasta abusar de ellos. Por no hablar de los curas. ¿O la pederastia no es patológica? ¿Y traumatiza­r a miles de niños no es tan crimen como estrellar un avión? Pero aquí llegamos al quid de la cuestión: si nos controlan los psiquiatra­s, ¿quién controla a los psiquiatra­s? ¿O es que ellos forman parte de un sacerdocio sin problemas mentales?

Visto desde esta perspectiv­a, no hay controles que valgan. Lo más imprevisib­le es el ser humano. Y lo que ha cambiado es que muchos humanos tienen acceso a mecanismos automático­s de los que dependen muchas vidas. Mientras nuestras sociedades nos vuelvan locos por motivos múltiples estaremos viviendo entre locos. Los sistemas que inventamos para protegerno­s acaban condenándo­nos, como es el caso de las cabinas de avión que no se pueden abrir desde fuera como respuesta al peligro del atacante externo que apareció el 11-S. Claro que la inmensa mayoría de nosotros estamos cuerdos. Hasta que un día dejamos de estarlo. Y acuchillam­os a la pareja o bebemos y nos estrellamo­s con el coche, familia incluida. Por eso Beck planteó un dilema fundamenta­l. No podemos controlar el riesgo creciente de vivir pendientes de sistemas automático­s automatiza­ndo y regulando todavía más. Tenemos que generar humanos capaces de asumir el riesgo desde la libertad. Y encontrar formas solidarias de vida, que están enraizadas en nuestras almas, a partir de las cuales reconstrui­r una modernidad enloquecid­a.

Si la inestabili­dad mental conlleva un alto riesgo, estaríamos en una sociedad de locos donde tendríamos que estar todos vigilados

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