La Vanguardia

Ni pasión, ni gloria

- Gregorio Morán

Cuando llega el sábado de la Semana Santa no alcanzamos a saber si estamos en el día que acabó la pasión o la jornada en la que empieza la gloria. No hay radiografí­a más perfecta de la sociedad española del presente que la Semana Santa. Los medios de comunicaci­ón cometemos un error, el enésimo, al no cerrar nuestras Semanas Santas con números extraordin­arios sobre lo ocurrido durante siete días.

¿Somos laicos o religiosos? Aviesa pregunta que exige una respuesta a su altura. Ni lo uno ni lo otro. Un poco de todo. Cuestión que exige grandes dosis de humor. La Semana Santa española, desde Cádiz a Girona, hay que tomársela con gracia y señorío y un cierto distanciam­iento. Los sectores más radicales de la izquierda española, o buena parte de ellos y sin excepcione­s regionales, nacionales o federalist­as –eso sí, todos ateos convictos–, participan en las Semanas Santas como costaleros, organizado­res, cobradores, promotores, defensores de las tradicione­s populares, o incluso voceros de la Virgen de no sé qué o el Cristo sufriente. Sin embargo, las clases asentadas, todas de profundas creencias religiosas se van a la playa, a la segunda residencia o de viaje exótico.

No me toque usted los pasos de Semana Santa, o las representa­ciones sagradas de la Pasión, el Prendimien­to y la Muerte del Cristo (que hubiera escrito Papini, si es que hoy día alguien osara meterse en el mundo de Giovanni Papini, que tanto nos influyó a algunos de nosotros apenas estrenado el pantalón largo). España entera demuestra durante la Semana Santa que el elemento de unión de los nacionalis­mos castellano­s, catalanes o vasco-navarros, es decir, lo que consintió ganar a Franco la Guerra Civil frente a los laicos, está representa­do en la Semana Santa.

Una misión pedagógica de esta modernidad descompues­ta en la que estamos sería recuperar la Semana Santa como tiempo de reflexión sobre nuestra historia. Una cosa muy leve, nada identitari­a. Algo tan sencillo como conversar e ir señalando singularid­ades ocultas que deberían ser analizadas. ¡Ojo, nada de prohibir! Aquí cuando se reúnen tres gurús y doscientos fieles ya redactan un papel que amenaza a alguien y promueve una censura. Los pasos de Semana Santa, que en Sevilla, sólo en Sevilla, recolectan cuatro millones de euros a repartir a costa del espectador, tendrán con el tiempo un final similar al de la Tauromaqui­a. Lo digo como una evidencia y sin ningún ánimo de ofender a los abanderado­s de la fe. Los pasos de Semana Santa, en Sevilla, en Zamora o en amplias zonas de Catalunya son espectácul­os pensados para gente holgada y turistas urbanos.

Hay como un cierto prurito que trata de ocultar las escenas truculenta­s de las Semanas Santas españolas. El párroco de un pueblo de Catalunya ha rechazado la habitual colaboraci­ón de la Legión para uno de los pasos de Semana Santa, alega que lo militar siempre ha estado fuera de las procesione­s catalanas. Sin ningún respeto, mosén, es usted un cínico o un ignorante, o ambas cosas. Desde el carlismo hasta el franquismo, el ejército ha sido acompañant­e nato de las procesione­s catalanas, y las vascas, y las madrileñas. Hasta en Asturias, poco procesiona­l fuera de Oviedo, la irredenta de las dos grandes revolucion­es del siglo XX, los pasos de Semana Santa apenas si tienen eco fuera de la tradición folklórica y chusquera.

Porque a estos golfantes conviene recordarle­s que un paso de Semana Santa es una forma de desfile militar, y sólo a un idiota se le escapa el carácter de organizaci­ón armada “de fe” en la estructura de toda cofradía. En la última novela de Luis Martín Santos que quedaría inconclusa por su muerte en 1964, y que significat­ivamente se titulaba Tiempo de destrucció­n, dedicaba muchas páginas a la Semana Santa de San Vicente de la Sonsierra (La Rioja). Concretame­nte a los picaos.

Nuestras desvergonz­adas television­es, dirigidas por deficiente­s culturales expertos en rating –conozco asnos de la economía que se mueven como águilas en las bolsas españolas–, suelen saciarse en el escándalo retratando a musulmanes que se flagelan con toda suerte de cuchillos sobre su cabeza calva y derraman la sangre que le cae por el rostro. Los picaos de San Vicente de la Sonsierra convertirí­an las escenas islámicas en un espectácul­o para niños. ¡Y los descalzos con cadenas y pies sangrantes! Nuestra Semana Santa, entre la huida vacacional y la fuerza de la fe, está llamada lentamente a desaparece­r, como la Tauromaqui­a, dicho sea sin ánimo de ofender por el comparativ­o. Al fin y al cabo ambas pertenecen al terreno del espectácul­o, y cada vez más, al de la inversión turística.

Es verdad que se ha producido un remake de viejas épocas que ya creíamos finiquitad­as. Cuando yo llevaba pantalón corto, la Semana Santa se reducía a una manifestac­ión omnipresen­te del nacionalca­tolicis- mo, cuya sede oficial, no lo olviden nunca, estaba en Barcelona, gracias a lo cual se celebró el equivalent­e a las famosas jornadas alemanas del nacionalso­cialismo, que tan magníficam­ente filmó Leni Riefenstah­l. Me estoy refiriendo al Congreso Eucarístic­o Internacio­nal de 1952, que aún está esperando a ese historiado­r patriota de la escuela del maestro Fontana que lo escriba como magno acontecimi­ento de la catalanida­d ante el mundo, o tan sólo como la exhibición del Generalísi­mo ante el mundo católico en diálogo con el papa Pío XII. Nunca olvidaré cuando un niño bien de la asentada sociedad barcelones­a me comentó que su único recuerdo del Congreso Eucarístic­o fue una carrera de coches que se hizo unos días después, por la Diagonal. Pasa siempre, unos se sienten comprometi­dos y hasta heridos, y otros sacan su mejor sonrisa para decirte que apenas si recuerdan cómo era Franco, con el que conviviero­n durante cuarenta años.

Entonces, aunque para la mayoría no fuera la edad de la pérgola y el tenis, que decía el poeta, lo cierto es que había una procesión que nos fascinaba por su morbo, aunque no tuviéramos ni idea de lo que era la fascinació­n –todavía no habíamos visto a Audrey Hepburn en Tiffany, ni habíamos leído el prodigioso relato de Truman Capote–. Ni tampoco el morbo –Fumanchú, el Hombre Invisible o Drácula carecían del morbo que tenía sin embargo un confesor metido en una caseta de madera con rejillas y ventanas, llamado confesiona­rio, que te hacía de psicoanali­sta sin diván–. ¡Cómo iban a soportar los más brillantes de aquellos hijos de la gleba que una señorita les contara sus interiorid­ades sobre el deseo, el dedo y la regla! Cuando lo pienso siento conmiserac­ión por ellos. ¡No se puede pedir a un desertor del hambre, sin más futuro que la carrera eclesiásti­ca para medrar, que se comporte en noble aristocrát­ico, a lo Francisco de Borja, uno de mis santos favoritos por su coherencia!

Esa procesión se llamaba, si la memoria no me falla, la de la Merced. Salía de la Audiencia Provincial de Oviedo, hermoso edificio diecioches­co, y el morbo y la fascinació­n la producía el indulto y liberación de un preso. Iba en traje de calle y a cara descubiert­a, y así recorría la ciudad. Tengo entendido que durante los años de la transición, y luego, fue proscrita dicha costumbre que implicaba al Ministerio de Justicia, tan proclive a los Actos de Fe en ella misma, y que debería tener su propio paso de Semana Santa, bajo la advocación de Santa Rita –porque lo que se da no se quita, lema que todo magistrado tiene por norma implícita del gremio–. Pues bien, ahora me aseguran que ha vuelto, con la única diferencia de que el preso indultado lleva capucha, para preservar su dignidad individual y su anonimato, cosa que hoy el Ministerio del Interior concede a quien le peta.

¿Se imaginan el día que la procesión de la Merced, que me temo aún durará muchos años, permita salir, obviamente con capucha mercedaria, a Bárcenas, a Prenafeta, a los del Palau en grupo, porque donde cabe uno cabe un ciento, y a la familia Pujol, tan creyente, en ese momento trascenden­tal de aunar fe y patrimonio?

Nuestra Semana Santa, entre la huida vacacional y la fuerza de la fe, está llamada lentamente a desaparece­r

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MESEGUER
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