Toda una vida
No teman que me ponga dramático; al fin y al cabo, Toda una vida es el título de un bolero de Antonio Machín. Y un aire de bolero no es mal fondo musical para evocar algún lance del pasado desde el gozne de mi jubilación como notario al cumplir 70 años –el pasado 30 de marzo–, tras 44 de ejercicio (38 de ellos en Barcelona). Recuerdo con precisión la tarde del 15 de enero de 1971, en que me examiné –en el Colegio Notarial de Barcelona– del primer ejercicio de las oposiciones: el tren de Sarrià, el camino por la Rambla hasta la calle Notariado, la mirada al reloj que marca la hora desde la fachada de la Acadèmia de les Ciències mientras me decía a mí mismo: “Cuando vuelvas a pasar por aquí y mires la hora, tu suerte estará echada”. Hubo suerte. Aprobé con holgura, lo que me puso a salvo del resbalón que, por pasarme de listo, cometí en el ejercicio práctico posterior. Total, que poco tiempo después tomaba posesión de la notaria de Valdegovía, allá donde una lengua de tierra alavesa penetra en la Castilla burgalesa.
Durante el año que pasé allí, sustituí la notaría de Amurrio –que entonces incluía Llodio, el pueblo de Ibarretxe–, lo que me obligaba a bajar y subir diariamente la peña de Orduña. Guardo la imagen de cuando, al terminar de cenar a hora tardía, cogía el coche e iniciaba el ascenso del puerto. Entonces, en la segunda o tercera curva –que había que tomar poniendo segunda– se recortaba de improviso la figura de un guardia civil con capote y tricornio que me daba el alto. Fue en Amurrio donde el liquidador del impuesto de transmisiones y sucesiones nombrado por la Diputación Foral –un viejo abogado descendiente de una familia de prosapia carlista– me dijo una tarde en su caserón: “No te engañes. Un Estado sólo hace tres cosas esenciales: mantener el orden público, administrar justicia y cobrar impuestos. Si no hace estas tres cosas, no hay Estado”. No lo he olvidado.
De Valdegovía pasé, previa nueva oposición, a Tudela. Y fue allí donde advertí algo evidente: que en Valdegovía había autorizado las escrituras en un papel sellado de la Diputación Foral de Álava, en cuyo timbre lucían una pastora y unas ovejas, y que en Tudela lo hacía sobre un papel se- llado de la Diputación Foral de Navarra en el que campaban las cadenas de Navarra aún orladas por la Cruz Laureada que el general Franco concedió al Viejo Reino por su distinguida participación en la Guerra Civil. La primera vez que autoricé escrituras en papel sellado del Estado fue, años después, en Barcelona. Esto significa que, en España, no ha habido nunca unidad ni de papel sellado, lo que a su vez comporta que la relación de Navarra y el País Vasco con el Estado ha sido y es una relación bilateral. No tenía que extrañarme, pues, al aprobarse en 1973, la Compilación de Derecho Civil de Navarra, se introdujo una disposición final en la que se exigía para cualquier modificación un nuevo “convenio” entre el Estado y la Diputación Foral.
El 1 de marzo de 1977, el decano Puig Salellas nos dio posesión de nuestras notarías de Barcelona a Tomás Giménez Duart y a mí. Puig –representante genuino de la mejor tradición del notariado catalán– nos dijo algo, aquella tarde, que he repetido luego mil veces: “Las instituciones sólo se justifican por la concurrencia de dos razones: que sirvan para la finalidad que motivó su existencia, y que sean más baratas que su alternativa”. Puig se refería al notariado, pero el diagnóstico vale para cualquier institución: desde la monarquía a la más modesta.
En Barcelona he ejercido 38 años, que me han permitido comprobar lo que de perecedero tiene todo sistema jurídico. Buena parte de las leyes que estudié para mi última oposición –el año 1976– habían cambiado sustancialmente sólo quince años después, hasta el punto de que buena parte de mi biblioteca jurídica –sólo medianeja– había quedado obsoleta. Un caso paradigmático de ello se da en el Derecho sucesorio catalán, que ha conocido dos Có- digos en 17 años (1991 y 2008). Aparte de este, dos son los hechos que han marcado, a mi juicio, la evolución del Derecho privado –visto desde la perspectiva de una notaría– durante el último medio siglo: la prolongación de la vida humana (que ha alterado sustancialmente la praxis sucesoria de los españoles, generalizando la institución recíproca de heredero entre cónyuges) y la difusión de la propiedad (que ha hecho a buena parte de los españoles dueños de un piso o un apartamento). Dejo al margen otra posible tendencia: el perceptible adelgazamiento del patrimonio de las clases medias puesto de manifiesto en la mayor parte de las herencias, cada día que pasa más enjutas.
Y así pasaron los años. Dentro de unos días, publicada en el Boletín Oficial del Estado la orden por la que se me jubila, el decano del Colegio, Joan-Carles Ollé, firmará en mi protocolo la nota de cierre. Seguramente aquel día volveré a coger el tren de Sarrià, bajaré por la Rambla, miraré el mismo reloj que miré 45 años atrás e, inevitablemente, vendrá a mi mente una idea: pasamos.
En Barcelona he ejercido 38 años que me han permitido comprobar lo que tiene todo sistema jurídico de perecedero