Beatíficos callos
La Llave, un local que lleva 35 años con afán y dignidad
Empecemos afirmando que los callos de esta casa no tienen parangón. Son puro deleite, una seducción. Como lo es la panceta, finísima y crujiente, recién frita, bautizada aquí como “caviar de Guadalajara” o el pisto, soberbio, que guisa la abuela Faustina y que se sirve, unas veces con huevo, otras, con bacalao. Tres platos de inexcusable elección.
En esta casa la carta cambia a diario. No se hace hasta que Manuela Lázaro llega del mercado. Léanla con atención, pero déjense aconsejar por Álvaro. Él les guiará, con la comida y también con el vino. Álvaro Igualador, marido de Manoli, es un sabio, un ilustrado artesano del placer.
Se conocieron de jóvenes. Llegaron de la provincia de Guadalajara. Hoy llevan ya 35 años al frente de esta casa. Carlos, su hijo, compagina el trabajo con la universidad. Trabaja, en la sala, junto a su padre. Ama el trabajo y lo lleva con pasión. “Ya de pequeño –nos dicen con orgullo Álvaro y Manoli– Carlos era todo un gourmet”.
Nuestro almuerzo empezó con el “caviar de Guadalajara”, una empanadilla de bonito y una croqueta casera. Siguieron unos bocados de pixin y unos corazones de alcachofa con jamón. Continuamos con una corvina con pisto, virtuoso manjar que, con mimo y sosiego, elabora Faustina. Siguieron unos huevos con patatas y trufa, lomo en adobo, judías pintas estofadas y callos, gustosísimos que llegan a la mesa con incomparable tersura y suavidad. Noble exquisitez. Acabamos con bizcocho borracho de Guadalajara.
La Llave es una verdadera familia. En el bar y en la sala, junto a padre e hijo, atienden Montse –hermana de Álvaro– y su marido, Javier, que ejerce de encargado. Y en los fogones junto a Manoli, Conchi Guarido.
En fin, una cocina genuina, cercana y gustosa, sin bobadas ni artimañas, como simple propuesta de gozo, afecto y felicidad, guisos con sabor familiar que hacen de esta honesta casa un referente de peregrinación culinaria.