Palabra, utopía e imagen
Manoel de Oliveira no debería pasar a la historia sólo por el hecho de haber sido el cineasta más longevo. Sus películas eran importantes, y así lo reconocieron los galardones obtenidos en los principales festivales. Para él, sin embargo, vivir era rodar y, aunque en los últimos años ape- nas eran cortometrajes, se puede decir que ha muerto con las botas puestas.
Cuando rodó su primer documental sobre el Duero, en 1931, todavía se hacían películas mudas. Las últimas, las rodó con cámaras digitales. Ha sido una historia viviente del cine, con una prolífica filmografía a menudo basada en la palabra –literaria o teatral– o en diversas utopías pero, sobre todo, en la imagen. No es casual que, en el homenaje que Wim Wenders le tributó en Lisbon story, imitase a Charlot. Compartían bastón, ironía y una idéntica convicción en la capacidad del cine como un vehículo de expresión que engloba otros medios.
A partir del reconocimiento internacional de Amor de perdiçao, en 1979, Oliveira ha vivido una larga segunda juventud repleta de sabiduría y sentido del humor. Sólo desde estas coordenadas se entiende que los protagonistas de Los caníbales se lancen a cantar ópera cubiertos con máscaras de animales. O que se atreviera a parodiar a Buñuel en Belle toujours. O que se riese de los turistas en su episodio de la reciente Centro Historico.
Personalmente, prefiero el Oliveira nostálgico de Viaje al principio del mundo al biográfico de Palabra y utopía o al literario de Le soulier de satin. Pero quizá hoy sea oportuno sacar a colofón el prematuro testamento en vida que fue El extraño caso de Angélica: un film donde un fotógrafo cree disponer del poder de hacer revivir a una joven difunta. Un milagro, como el de Ordet, pero reivindicado por un cineasta que sabía que cada uno de sus filmes era un combate ganado a la muerte.