De fútbol y cocina
El cliente no siempre tiene la razón. El cocinero lo sabe y disimula su hartazgo tras una sonrisa de cortesía cuando recibe de su huésped una lección sobre ingredientes, técnicas y puntos de cocción. Si es incapaz de relajar el músculo facial y la mueca amable no sale ni con fórceps, vuelve cuanto antes a la cocina, cansado de tanta tontería. “Puede que tengan la culpa los programas de televisión”. apuntaba hace unos días un cocinero de Poblenou, que confesaba estar hasta las narices de tanto sabiondo. “A veces me pregunto para qué me habrá servido estudiar y tener buenos maestros, si cualquier cliente domina más que yo”. Puede que el hombre estuviera en lo cierto y que la culpa la tengan esos programas en los que el más inepto –no importa la edad– es capaz de preparar un impecable solomillo Wellington o un melocotón Melba en las versiones de Escoffier y de Adrià. Tal vez la cosa se les haya ido de las manos, porque los mismísimos chefs estrella de alguno de esos programas, Jordi Cruz y Pepe Rodríguez, me confesaron por lo bajini que sufren en sus propias casas el suplicio de sentirse examinados por comensales que en vez de llegar relajados y con ganas de dejarse seducir, lo hacen dispuestos a buscar el mínimo error.
Cuando la figura del crítico gastronómico profesional al más puro estilo Anton Ego (el de Ratatouille) va a la baja para dar paso a cronistas más interesados por la aportación de cada casa y las inquietudes de quienes gobiernan los fogones, resulta que el relevo lo ha tomado un cliente convencido de que sabe más que nadie y que amenaza con un comentario atroz en su blog o en el Trip Advisor. Ya se sabe que de fútbol y de cocina todo el mundo entiende. Porque comer, más o menos, todo el mundo come.