La Vanguardia

El ojo de Opisso

- ARTURO SAN AGUSTÍN

El pasado domingo pensé en Ricardo Opisso. Y pensé en él porque era Domingo de Ramos, porque en la nueva Diagonal volvieron a sacar las hamacas electorali­stas y porque unos días antes había visitado esa muestra permanente de sus obras que el hotelero Jordi Clos instaló hace ya tiempo en el hotel Astoria. Muestra que cuenta con dos nuevas obras de aquel gran dibujante y, desde luego, cronista de Barcelona y París. Algunos creen que sólo es cronista el que escribe o el que fotografía. Y no. Estoy convencido de que el amigo Sergi Pàmies, a quien hace unos días me encontré en la nueva Diagonal, armado con bolígrafo y libreta, me daría la razón.

La llamada globalizac­ión ha resucitado algunas tradicione­s. Hemos de luchar contra ella. Y una de esas tradicione­s resucitada­s es la bendición de palmas, palmones y alguna rama de laurel. Domingo de Ramos y domingo de hamacas. La tradición y la novedad.

Porque en Barcelona, desde hace dos semanas, contamos con una novedad electorali­sta: las hamacas que el alcalde Xavier Trias ha puesto en la nueva Diagonal y que sin duda harían las delicias de aquel extraordin­ario cronista que fue Ricardo Opisso. Sobre todo porque, como era un gran observador, habría advertido que tumbarse en una de esas hamacas electorali­stas es una temeridad: corres el riesgo de que una paloma se te cague encima y te destroce la cara.

Antes de ocuparse de las hamacas electorali­stas, Opisso ya se habría ocupado puntualmen­te del ruido que hacen las maletas turísticas con ruedas y que, durante todo el año, es la verdadera banda sonora de Barcelona. También se habría ocupado de esa diaria procesión del hambre; de esos cada vez más numerosos traperos subsaharia­nos que se buscan la vida hurgando en los contenedor­es, acudiendo a los edificios en obras y llevándose las bañeras, los frigorífic­os, los televisore­s, las persianas metálicas y las cocinas que acabamos de cambiar, en esos carros de supermerca­do que, a veces, cuando van llenos de tuberías, parecen auténticos y amenazador­es tanques.

No todos los ancianos logran esquivar a tiempo esos tanques de chatarra. Barcelona quizá sea lo que algunas voces oficiales y turísticas dicen que es, pe- ro nadie puede negar que también es una trapería ambulante que se mueve, siempre ruidosa, por las nuevas y anchas aceras, esas que los políticos y sus urbanistas siempre dicen que han sido pensadas para los peatones.

Las dos nuevas obras de Ricardo Opisso que se pueden ver en el hotel Astoria son ‘Picasso y su amigo y protector, el pintor Sebastià Junyent’ y ‘Toulouse-Lautrec y su primo el doctor Gabriel Tapié de Céleyran’. En ellas está aquel París que algunos hemos idealizado. Pero a mí me sigue gustando más aquella Barcelona que nuestro cronista conoció y nos contó. La Barcelona de los marineros, las vendedoras de mercado y las señoras putas, siempre inmortali- zadas con respeto, casi con admiración. Señoras putas componiend­o la figura o en bragas y poniéndose las medias. La Barcelona con aquellos guardias municipale­s de entonces, abigotados y demasiado gordos para atrapar ladrones. La Barcelona con sus playas, sus casetas de baño, sus boxeadores, sus futbolista­s, sus burgueses y sus pobres. La Barcelona de los perros de marca y la Barcelonet­a de los pescadores sentados en la terraza del café Manel. Alpargatas y botines. Damas con sombrilla y madres pobres amamantand­o a sus hijos en plena calle.

Pero Opisso vivió también en París y allí conoció y dibujó a Aristide Bruant, anarquista, cantante y actor siempre con bufanda roja y capa negra. Y a la condesa Adèle Tapié de Céleyran, madre del también dibujante y pintor Toulouse-Lautrec. Y a muchas bailarinas del alocado Can Can. Y a las putas francesas, siempre las putas, de Chez Madame Petit. Y a Yvette Guilbert, que siempre cantaba con los guantes negros muy puestos. Y a los bailarines la Goulue y Valentin le Desossé, alto, seco, achalecado, luciendo corbata colorista y tocado con sombrero de copa. París de las diligencia­s, de los cabarets, del champán nocturno, de los hipódromos, de los gendarmes también abigotados, como todos los guardias de entonces. París de las premonicio­nes bélicas, de los pintores pobres y alcoholiza­dos. París de las tuberculos­is y las ambiciones de un Pablo Picasso de mirada penetrante y bastón juvenil. Pero ese arte, el del bastón, sólo lo dominaba algún aristócrat­a canalla y Charlot. Dibujando se escribe mejor. O se cuenta todo y sin que a veces el protagonis­ta de la crónica se cabree. Qué bien escribía Ricardo Opisso.

Me sigue gustando más la Barcelona que él conoció y nos contó. La de los marineros y las vendedoras de mercado

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Jordi Clos instaló hace ya tiempo en el hotel Astoria una muestra de la obra de Opisso
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