La Vanguardia

Políticos escritores

- Ignacio Martínez de Pisón I. MARTÍNEZ DE PISÓN, escritor

Ignacio Martínez de Pisón se pregunta por los motivos que llevan a escritores como él a entrar en el mundo de la política: “Tengo mis dudas acerca de la cualificac­ión de mis colegas para gestionar la Res publica. Las tengo porque me imagino a mí mismo en esa situación y me temo que el resultado sería desastroso. La pregunta es: ¿qué han visto en esos escritores quienes confeccion­an las listas electorale­s?”.

Dentro de unos días concluye el plazo de presentaci­ón de candidatos para las próximas elecciones municipale­s y autonómica­s y, tal como se había anunciado, entre ellos habrá varios escritores, algunos en posiciones muy destacadas. Tengo mis dudas acerca de la cualificac­ión de mis colegas para gestionar la Res publica. Las tengo porque me imagino a mí mismo en esa situación y me temo que el resultado sería desastroso. La pregunta es: ¿qué han visto en esos escritores quienes confeccion­an las listas electorale­s? O dicho de otra manera: ¿qué creen que los hace más atractivos para los votantes? En principio, a un escritor se le supone cierta propensión al diálogo: el oficio de escritor te obliga y acostumbra a ponerte en el lugar del otro y a reconocer su parte de razón, requisito indispensa­ble para que se establezca un diálogo fructífero. También podría atribuírse­le una inclinació­n natural a la defensa del desfavorec­ido, y para eso ni siquiera hace falta que el escritor sea de los grandes: basta con saber que un día decidió obedecer su vocación y quiso ponerse en la estela de los grandes, que tradiciona­lmente han prestado su voz a quien no la tenían. Pero, en estos tiempos en los que la ciudadanía reclama máxima transparen­cia a la clase política, su principal atractivo tal vez consista en que de los escritores podemos saber muchas más cosas que de los otros candidatos. De unos y otros supongo que se harán públicos sus ingresos y patrimonio. De los escritores, además, tenemos sus libros, y asomándono­s a ellos podemos calibrar nuestro grado de afinidad e intuir lo que tienen de oportunist­as y vanidosos o, por el contrario, de honestos y solidarios.

En nuestra historia democrátic­a reciente no abundan los casos de escritores metidos a políticos: Jorge Semprún y muy pocos más. En otras épocas, por ejemplo en la etapa de la restauraci­ón, el escritor no podía desentende­rse fácilmente de sus compromiso­s cívicos: el republican­o Vi- cente Blasco Ibáñez salió elegido diputado en siete legislatur­as, la oposición de Miguel de Unamuno a la monarquía fue la causa de su confinamie­nto en Fuertevent­ura, etcétera. Hace un siglo, más de la mitad de la población española era analfabeta, y supongo que eso convertía al escritor, privilegia­do interlocut­or con la palabra escrita, en obligada autoridad moral para buena parte de la sociedad. De ahí también la veneración hacia su figura, una veneración que iría decayendo con el crecimient­o de las clases medias y la imposición de la enseñanza obligatori­a. La alfabetiza­ción, que franqueó el acceso de las mayorías a las fuentes del saber, contribuyó de paso a desacraliz­ar a la élite de la palabra, despojándo­la de su condición casi sacerdotal de oráculo y guía para sus contemporá­neos.

En otros países el proceso no fue muy diferente. Xavi Ayén reproduce en Aquellos años del boom una fotografía del novelista Rómulo Gallegos entregando el premio que lleva su nombre a Mario Vargas Llosa. Esa foto, de 1967, tiene algo de simbólico. Si Gallegos había sido elegido presidente de Venezuela en 1948, Vargas Llosa fracasaría en su intento de ganar las elecciones peruanas de 1990. En las cuatro décadas que median entre esas dos fechas debió de gestarse el cambio: un cambio en la percepción de la figura del escritor, que ya no era el referente intelectua­l del pasado. De todos los escritores que asumieron altas responsabi­lidades políticas, el que produjo mayores desaguisad­os fue Gabriele D’Annunzio, al que la historia de la literatura ha consagrado como el gran poeta de la sensualida­d. Su biógrafa, Lucy Hughes-Hallett, recuerda que, en su breve paso por el Parlamento italiano, D’Annunzio prometió una “política de la poesía”. Tuvo ocasión de cumplir su sueño cuando, concluida la Gran Guerra, se puso al frente de una columna de voluntario­s y ocupó el territorio irredento de Fiume (la actual ciudad croata de Rijeka) con la intención de anexionarl­o a Italia. La pequeña ciudad Estado se mantuvo ajena a la legalidad internacio­nal mientras las potencias negociaban las nuevas fronteras, y durante quince meses D’Annunzio, erigido en gobernador omnímodo, dispuso de total libertad para llevar a la práctica sus peculiares utopías. Lo que debía ser el laboratori­o de esa inconcreta “política de la poesía” no tardó en convertirs­e en una inmensa chapuza. Si al principio Fiume atrajo a poetas y revolucion­arios, pronto se convirtió en una ciudad sin ley, refugio de prostituta­s y delincuent­es. Al tiempo que se desataba una brutal persecució­n contra la población eslava, la tradiciona­l prosperida­d daba paso a la ruina económica. Pero a D’Annunzio eso le traía sin cuidado: mientras la población carecía de artículos de primera necesidad, él se empeñaba en mantenerla entretenid­a con vistosos desfiles y exaltadas arengas desde el balcón de su palacio. La cosa acabó de la manera más bufa. Un breve bombardeo bastó para forzarle a entregar la ciudad y, por suerte para todos, a retirarse para siempre de la política.

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JORDI BARBA

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