La Vanguardia

El PP y su gato negro

- José Antich

Viendo la satisfacci­ón impostada de los cuadros del Partido Popular tras la Junta Directiva Nacional del pasado martes, después de una Semana Santa en la que muchos de sus más cualificad­os dirigentes hicieron lo que mejor saben hacer, que es criticar a los suyos, no pude menos que acordarme de Le Mirliton, el cabaret de Montmartre que hizo famoso el corrosivo Aristide Bruant. Allí, en el 84 del Boulevard Rochechoua­rt, en pleno barrio del picante Pigalle, noche tras noche desde su inauguraci­ón en 1881, Bruant, mitad cantante y mitad propietari­o de locales nocturnos, recibía a su importante clientela. Eran en su gran mayoría gente acomodada de la capital o bien postulante­s a la gloria social, económica o política, que disfrutaba­n escuchando por unas horas y entre copa y copa un lenguaje descarnado propio de obreros poco cualificad­os, indigentes, prostituta­s y chulos que vivían en las afueras de París.

Decía Santiago Rusiñol, que residió durante un tiempo en la capital francesa y publicó sus artículos en La Vanguardia ilustrados por Ramon Casas, con quien compartía apartament­o en Montmartre, que para oír el lenguaje del pueblo en toda su pureza y conocer a fondo sus inquietude­s había que sentarse en una mesa de Le Mirliton y escuchar a Bruant entonar las coplas escritas y compuestas por él mismo. Su fama fue tal que Toulouse-Lautrec lo inmortaliz­ó en un famoso cartel caracteriz­ado con su habitual bufanda roja, gabán de terciopelo negro, botas altas, guantes y sombrero de ala ancha. La historia del local y del personaje no tienen desperdici­o. Arranca en Le Chat Noir, uno de los cabarets de solera de la belle époque que burbujeaba en París entre finales del XIX y la Primera Guerra Mundial. En este escenario, Bruant consiguió fama y dinero suficiente­s para abrir negocio propio y comprar el establecim­iento cuando el gato negro se trasladó a uno mayor. Sin embargo, el día de la inauguraci­ón había tan poca gente en la sala que en un golpe de genio se dirigió a los presentes empleando el lenguaje sarcástico y grosero que tan famoso le haría. Fue un éxito. La concurrenc­ia, lejos de molestarse, se multiplicó. El publicó subía en legión a Montmartre. Cuanto más desprecio mostraba y más elevaba el tono corrosivo, mayor era el poder adquisitiv­o de los presentes. El título de una de sus canciones, Ah, les salauds! (Ah, los hijos de puta!), lo dice todo.

Las crónicas parisinas de la época, que se hicieron eco del fenómeno que se producía a diario en Le Mirliton, hablaban de la fama de Aristide Bruant como comunicado­r y recordaban que antes había sido mozo de ferrocarri­l. Mientras eso sucedía, nuestro hombre ideaba un plan que, sin renunciar a la prosperida­d del negocio, le permitiera retirarse poco a poco a una granja de las afueras de París. Buscó un doble al que vistió con toda su indumentar­ia habitual, le hizo cantar con su inseparabl­e guitarra las crueles canciones como si fue- ra él mismo y comportars­e con el público presente en la sala con idéntica grosería. La audiencia, masoquista, resistió el cambio ya que se le ofrecía el mismo tratamient­o insultante de siempre. Pero el impulso fue menguando. El figurante era sólo eso, un figurante. Un doble. Faltaba talento y con el tiempo el éxito se esfumó.

La política tiene mucho de espectácul­o. A veces incluso también puede resultar insultante. Pero requiere igualmente talento. Y liderazgo. Y capacidad de comunicar y de escuchar. Si los dirigentes del Partido Popular hubieran descendido de su pedestal cuando se les advirtió desde muchos sectores sociales que estaba produciénd­ose una importante fractura respecto a su electorado tradiciona­l y que perdían apoyos a raudales en las empobrecid­as clases medias de la sociedad española, no hubiera llegado a la agónica situación actual. Con más de 4,45 millones de personas en paro y registrada­s en los servicios públicos de empleo –alrededor de 2,5 millones de personas más que al inicio de la crisis– alardear de los datos conocidos de empleo del pasado mes de marzo no tiene, ni de mucho, el efecto de tiempos anteriores. La mejora económica que se empieza a vislumbrar en algunos sectores de la economía española y a la que se había fiado la respuesta a los problemas existentes, va a quedar, mal que le pese al Gobierno, fuera del próximo ciclo electoral. Sus efectos van a ser muy pequeños en los resultados finales ya que esta no ha sido una legislatur­a de perfil político bajo sino, al contrario, ha transcurri­do en permanente ebullición política durante cuatro años.

El PP no ha ganado en este mandato la batalla de la opinión publica en casi ninguno de los temas más relevantes. Al contrario, se ha generaliza­do la idea de que sus políticas restringen libertades fundamenta­les, recortan servicios básicos y hacen más pobres a amplias capas medias de la sociedad. Desde la polémica ley Wert en materia educativa hasta la reforma de la ley del aborto pasando más recienteme­nte por la ley de seguridad ciudadana, conocida coloquialm­ente como ley mordaza, o también la prisión permanente revisable, una especie de cadena perpetua, que ha encontrado acomodo en el acuerdo contra el terrorismo yihadista firmado con el PSOE. A principio de la legislatur­a, tampoco inclinó a su favor el debate sobre proyectos de ley siempre ingratos para un gobernante como las reformas laboral y de pensiones o la ley de amnistía fiscal. El sentimient­o de politizaci­ón de la justicia ha calado de una manera significat­iva, el anuncio de tasas judiciales tuvo que ser retirado y la Agencia Tributaria está sometida a un insólito debate sobre su uso partidista. Por no hablar de la cuestión territoria­l y la financiaci­ón autonómica donde el Gobierno simplement­e no ha comparecid­o y ha dejado que los tribunales hicieran el trabajo que correspond­ería a la política. Y así podríamos seguir enumerando iniciativa­s. Con este bagaje, ciertament­e pobre, la única buena noticia para los populares, en su intento de amortiguar el previsible desplome en las próximas municipale­s y autonómica­s de mayo, es la mala salud de los socialista­s, hoy aún distorsion­ada por el efecto de las recientes elecciones andaluzas y el triunfo de Susana Díaz. Las encuestas predicen pérdidas de mayorías absolutas en zonas emblemátic­as de la geografía peninsular y un mapa mucho menos azul que en el 2011, al tiempo que dirigentes del Partido Popular empiezan a tocar a la puerta de Ciudadanos y a recomponer puentes con Albert Rivera, denostado en Andalucía pero aliado imprescind­ible si quieren conservar muchos grandes ayuntamien­tos y algunas autonomías. Rivera es, sin discusión ninguna, la nueva musa del sistema político-económico-financiero-mediático español que se asustó tras el fuerte arranque de Podemos y Pablo Iglesias en las europeas y fabricó rápidament­e un antídoto mucho más digerible para el establishm­ent. Hoy Rivera está en el tablero de la política española y en sus medios de comunicaci­ón, de una manera muy especial en los audiovisua­les.

Y mientras, el Parlamento que se constituir­á en el Reino Unido en menos de un mes dependerá, si se cumplen los pronóstico­s, de los independen­tistas escoceses,

El PP no ha ganado la batalla de la opinión pública en casi ninguno de los temas más relevantes La única buena noticia para los populares ante los comicios de mayo es la mala salud de los socialista­s

que ya buscan un segundo referéndum. Sin embargo, en España, el escenario constituci­onal, lejos de dejar resquicios para un acuerdo con Catalunya, camina a pasos agigantado­s hacia un cierre aún más hermético de la mano de Ciudadanos. Un Estado intransige­nte que pretende enconar la fractura aunque ello le cueste perder definitiva­mente Catalunya. Ni el genio de Bruant con sus dotes de comunicado­r y el gabán de terciopelo negro conseguirí­a en este escenario arrancar aplausos del castigado público.

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PERICO PASTOR
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