Debatir no es linchar
Cartas al director y centralitas colapsadas, estos eran hasta hace poco los conductos reglamentarios de los usuarios de periódicos, televisiones y emisoras de radio para transmitir inquietudes, sugerencias o reclamaciones. La autoridad de las cartas se preservaba a través de un protocolo: el autor tenía que identificarse y dar su número de DNI y de teléfono. En la radio, el filtro era menos estricto. Se entendía que las llamadas que no pasaban por antena eran un termómetro para detectar entusiasmos e indignaciones. El concepto centralita colapsada podía provocar incontinencias de pánico y euforia entre los radiofonistas (un día pregunté cuántas llamadas hacían falta para colapsar una centralita; respuesta: “doce simultáneas” –hablo de hace veinte años–). Tanto en el caso de los periódicos como de las radios, este vínculo con el usuario del medio permitía a los profesionales distinguir la tendencia del despropósito, el ramalazo de vanidad de la espontaneidad genuina, la calumnia del síntoma, la soledad de la inquietud, el chisme del periodismo.
La llegada primero de internet y después de las redes sociales ha cambiado el paisaje. Ahora los radiofonistas y periodistas tienen acceso a las reacciones que provoca su trabajo sin filtros de telefonistas competentes o de centralitas preparadas para colapsarse preventivamente. La interacción ha modificado los contenidos y la posibilidad de desarrollar un discurso o una idea sin interferencias. En casos extremos, parece que los profesionales están tan pendientes del efecto que provocan que se exceden en la fragmentación y la dispersión y trabajan con el freno puesto y en un clima de pánico y susceptibilidad. En general, las interferencias participativas tienen buenas intenciones, pero, ¿son sustanciales? A menudo estas reacciones son pura bilis o ignorancia encubierta por formas de anonimato que pueden perder fácilmente el sentido de la realidad. Tanto, que acaban configurando una especie de minilobby anónimo, un mundo paralelo con ínfulas de confidencial narcotizado por circuitos de vanidades endogámicas que se espolean con diatribas inquisitoriales y sentencias moralistas más solemnes, cursis, indocumentadas e intransigentes que las que, con el orgullo de autoproclamarse auditores radicales de la actualidad, critican y desprecian. A estas alturas el periodismo lleva tiempo conviviendo con este fenómeno. Por eso sorprende que profesionales y medios con experiencia se dejen influir más allá de la curiosidad, la gratitud o de una oportunidad más consultiva que vinculante. Que la opinión de los usuarios de los medios de comunicación sea importante y haya encontrado en las nuevas tecnologías protocolos eficaces de participación (por cierto: algunas webs de información y opinión se están planteando cobrar los comentarios) no significa que tenga que ser elevada a categoría de tribunal. Despreciar y relativizar certezas como la especialización o el criterio ayuda a caer en la aberración, falsamente democrática, de creer que todas las opiniones tienen el mismo valor y a considerar los verbos debatir y linchar como sinónimos.
Las interferencias participativas tienen buenas intenciones, pero, ¿son sustanciales?