El animal interior
Jean-Jacques Annaud estrena ‘El último lobo’, historia de hombres y depredadores nómadas con la que regresa a sus cuentos ejemplares
Posee el cine del francés Jean-Jacques Annaud (Juvisy-sur-Orge, 1943) un atributo desconcertante que es al tiempo de escrupulosa coherencia. En su escueta producción –trece largometrajes en cuarenta años de carrera– repite un esquema dual en el que colisionan progreso y regreso, racionalismo y romanticismo, novedad y tradición, en una pugna, no ya con suerte dispar, sino observada desde posiciones diferentes, incluso contrapuestas.
Si en En busca del fuego (1981) y El nombre de la rosa (1986) Annaud hace casi una denuncia del inmovilismo y de la tradición frente al poder transformador del hombre y la razón, en El oso (1988), Siete años en el Tíbet (1997), Dos hermanos (2004), Su majestad Minor (2006) y Oro negro (2011) opta por lo contrario, un conservacionismo romántico en el que reincide con El último lobo, su nueva película, rodada en un lujoso 3D en el océano de pastos de la estepa mongola.
“Obedece a una experiencia personal: yo me convertí en alguien distinto cuando tuve que pasar un año en África siendo aún un joven cineasta. Me fascinó cómo aquel lugar iba descubriendo otra persona dentro de mí. Eso me abrió para siempre a toda aventura que permita una transformación positiva”, explicaba el director a este diario.
Con el paso de los años eso se tradujo en que “no sólo puedo identificarme con gente que no habla mi idioma, ni tiene mi modo de vida, sino que incluso puedo llegar a comprender a un animal que vive a cuatro patas, con un sistema de comunicación muy diferente del francés que se habla en París”, comenta risueño.
La peripecia de un joven de Pekín desplazado por la revolución maoísta a Mongolia para convivir con los pastores nómadas y explorar qué recursos de la región pueden servir a la República Popular China, basada en una historia real, se ajusta al arquetipo del héroe converso – Avatar (2009), Yuma ( 1957), Pocahontas (1995), Bailando con lobos (1990), El inglés que subió una colina, pero bajó una montaña (1995)...–, aunque Annaud dice no identificarse con el héroe romántico: “Lo que pasa es que en las últimas décadas hemos abandonado de súbito una sabiduría que permitió a nuestra especie sobrevivir durante siglos, y todos sabemos que eso entraña un peligro”, advierte, “así que cuando descubro el mundo tradicional, los modos de vida preindustriales, veo en ellos lecciones universales”. Y rápidamente matiza: “Tranquilícese, vivo en el mundo contemporáneo, no soy ningún salvaje, pero intento no olvidar aquellos conocimientos que han permitido la supervivencia de la especie desde hace miles de años”. Pero tampoco quiere ser identificado como un nostálgico o un soñador imbuido del idealismo pastoril del mundo antiguo. En tal sentido, explica el director, “el verdadero mensaje de la película es el del equilibrio. Hay que asumir las ventajas del progreso industrial pero eso no obliga a destruir los bosques. Conservemos un poco de sentido común”. Por eso, aunque el progreso irreflexivo, en esta película, se encarna en los insobornables funcionarios del partido comunista chino, que cumplen órdenes sin mayor consideración, en cualquier otra parte podrían tomar cuerpo en formulaciones del capitalismo multinacional: “Es la época, no el sistema político”.
“Puedo comprender a a los animales aunque vivan a cuatro patas y no hablen el francés de París”, dice el cineasta