La Vanguardia

La canasta

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En una de las fotografía­s de Toni Vidal de la exposición Menorca tot just ahir... i encara que se presenta en el Espai Betúlia de Badalona, se ve a un hombre del pueblo de Alaior, en los años setenta del siglo XX, fumando un cigarrillo y selecciona­ndo setas en una canasta. Toni me explica que le llamaban Mareva y que estaba algo pirado. Las dificultad­es que arrastraba en la vida práctica daban paso a una agilidad y una intuición extraordin­arias cuando entraba en el bosque. La foto me impresionó porque, antes de la banalizaci­ón de las setas, conocí a unos cuantos marevas y porque uno de los recuerdos más vivos de cuando era chico es ver llegar a la calle del Castell a Maria Mola, su marido y su hijo con una canasta de carlets, hygrophoru­s russula: una seta que no tiene tradición ni nombre popular en castellano. La canasta, grande y profunda, en catalán se llama cove. Para llenar un cove –el de Mareva es más pequeño que el de Maria Mola– se necesitan cincuenta o sesenta quilos de setas. Los carlets son blancos y rosas, parecen panellets de cereza. Se crían en rondos de ocho, diez o doce y, si no están agusanados, en seguida se llena el cesto. Después hay que pelarlos y no se acaba nunca.

¡Cuántas veces me deben de haber oído en casa hablar de esta canasta de Maria Mola! Yo era un chaval, aún no iba solo por el bosque. La canasta, llena hasta los topes, producía un efecto fascinante. Las setas, una vez peladas y escaldadas, saldrían durante todo el año, en incontable­s platos de carne en salsa. Pero la alegría de los de Can Mansió no tenía nada que ver con un uso utilitario o alimentici­o. Se producía una comunión entre el pueblo, la casa, la tierra, el bosque y la gente. Si sólo has vivido en este mundo que ve la montaña como una pista de trail running, es difícil hacerse una idea.

El pasado mes de octubre, con la temporada prácticame­nte terminada, en una curva de una pista forestal, me encontré a Jaume de Can Pla. Esperaba a Rosa, su mujer, que, como trastornad­a, corría de un lado para otro con un cesto: a pesar de que el suelo estaba muy seco, encontraba. Hablamos un rato de setas. De las que salieron, de las que saldrían si lloviese y de las que podrían salir de no ser por las heladas. Rosa, que vivió muchos años en una casa de campo, me explicó una historia sensaciona­l. Un año, por Navidad, junto a unos castaños, recubierto de nieve, vio un gran corro de carlets. Estaban congelados: los entró en la casa amorosamen­te y los puso justo al hogar para quitarles la helor. Lo explicaba como una experienci­a transcende­ntal, algo único. De la misma pasión han surgido los mejores cuentos populares de la tradición europea, aquellos cuentos rusos de Afanassiev, que han seducido a tantas generacion­es de lectores: los carlets eran en realidad unos padres con sus hijos, víctimas de una muerte violenta, o el espíritu del bosque que regaló a mi amiga Rosa el don de ser la mejor buscadora de setas del mundo.

Entró las setas en casa y, amorosamen­te, las colocó junto al hogar

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