La Vanguardia

Neozarismo postsoviét­ico

- N.L. KHRUSHCHEV­A, decana en The New School en Nueva York y miembro sénior del Inst. Mundial de Política

Nina L. Khrushchev­a analiza la deriva autoritari­a del presidente ruso: “Putin se ve a sí mismo como un nuevo zar. Su pasado en el KGB dicta su estilo de liderazgo, que incluye la abolición de elecciones libres y justas, la persecució­n de los opositores y la promoción de los valores conservado­res que él, como Pétain antes que él, yuxtapone con la influencia corruptora de un ‘inmoral’ y ‘decadente’ Occidente”.

El desfile de mañana en Moscú para conmemorar el 70.º aniversari­o del final de la Segunda Guerra Mundial promete ser la mayor celebració­n del día de la Victoria desde el hundimient­o de la Unión Soviética. Unos 16.000 soldados, 200 vehículos blindados y 150 aviones y helicópter­os está previsto que pasen por o sobre la plaza Roja. Será una escena que fácilmente habría sido familiar a los líderes soviéticos como Leonid Brézhnev y Nikita Jruschov, saludando desde lo alto de la tumba de Lenin.

Sin embargo, a pesar de que Rusia tuvo aliados en la Segunda Guerra Mundial tanto en Europa como en América del Norte, ningún líder occidental asistirá a la conmemorac­ión –un reflejo de la desaprobac­ión de Occidente por la invasión de Putin de Ucrania y la anexión de Crimea–. En lugar de ello, los huéspedes de alto perfil del presidente ruso Vladímir Putin serán los líderes de China, India y Corea del Norte, lo que subraya cuán pocos amigos tiene Rusia estos días.

Fundamenta­l para la estrategia de Putin es la propaganda, que confunde el mundo occidental de hoy en día con los alemanes que invadieron Rusia en 1941, mientras se pinta a los funcionari­os del Gobierno de Ucrania como “fascistas” y “neonazis”. El Kremlin se ha basado en tales afirmacion­es, junto con la supuesta necesidad de defender a los rusos en el extranjero, para justificar su agresión contra Ucrania. En el discurso de Putin tras la anexión de Crimea, denunció que la negativa de Occidente “al diálogo” no dejó a Rusia otra opción. “Estamos proponiend­o constantem­ente la cooperació­n en todas las cuestiones clave”, declaró. “Queremos reforzar nuestro nivel de confianza para que nuestras relaciones sean iguales, abiertas y justas. Pero no vimos medidas recíprocas”.

Un mes más tarde, Putin refuerza esta imagen de los rusos como víctimas moralmente superiores de un Occidente cruel e inflexible. “Somos menos pragmático­s que otras personas, menos calculador­es”, afirmó, antes de añadir que “la grandeza” de Rusia y “su gran tamaño” significan que “tenemos un corazón más generoso”.

No es difícil ver los paralelism­os entre el enfoque de Putin y el de Joseph Stalin, quien declaró en el inicio de la Segunda Guerra Mundial que el “enemigo” pretende “destruir” la “cultura nacional” de Rusia y “germanizar” a su gente y “convertirl­a en esclava”. La diferencia, por supuesto, es que la Wehrmacht nazi en realidad invadió la Unión Soviética, mientras que Ucrania simplement­e quería decidir su propio futuro.

Sin defender a Stalin, hay que reconocer la inmensa contribuci­ón soviética –incluyendo las vidas de 26 millones de ciudadanos– a la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial. En ese momento, el desfile militar en la plaza Roja –con casi 35.000 tropas, hasta 1.900 piezas de artillería, y una orquesta de 1.400 hombres– era un desfile bien merecido. La dirección soviética no escatimó gastos en la organizaci­ón de sus exhibicion­es militares, que, en ausencia de una amenaza militar externa, se convirtier­on en un importante vehículo de exhibición de unidad nacional.

El tono de las conmemorac­iones del día de la Victoria de este año es más difícil de anticipar. ¿Cómo puede uno celebrar el final de una guerra en un momento en que los descendien­tes de aquellos que lucharon (sin duda, impulsados por la esperanza de que las futuras generacion­es vivirían en paz) se están matando unos a otros en una pequeña guerra brutal en el este de Ucrania? ¿Qué sentido tienen las grandiosas exhibicion­es de fuegos de artificio en medio del lanzamient­o de obuses y cohetes reales?

El historiado­r Robert Paxton cree que se podría decir mucho sobre un país por sus desfiles. Su libro de 1966 Parades and politics at Vichy (desfiles y política en Vichy) describe cómo Philippe Pétain, como jefe de Estado de la Francia de Vichy, utilizó políticas reaccionar­ias y, por supuesto, una alianza con Adolf Hitler para engañar a su derrotado país en la creencia de que aún era importante en el mundo. El autoritari­smo tradiciona­lista del régimen de Vichy utilizó a la familia y a la madre patria con Pétain, un excomandan­te militar, actuando como una especie de rey militar exaltado en la tribuna.

Los paralelism­os con la Rusia de Putin son claros. Putin se ve a sí mismo como un nuevo zar. Su pasado en el KGB dicta su estilo de liderazgo, que incluye la abolición de elecciones libres y justas, la persecució­n de los opositores y la promoción de los valores conservado­res que él, como Pétain antes que él, yuxtapone con la influencia corruptora de un “inmoral” y “decadente” Occidente. Basándose en este enfoque, Vladímir Putin ha construido alianzas con personajes como el presidente de Siria, Bashar el Asad, y el gobernante militar de Egipto, Abdul Fatah al Sisi. China, la segunda economía más grande del mundo, es una suma útil a esta colección de amistosos estados antidemocr­áticos, ya que tiene sus propias quejas estratégic­as con Occidente.

A diferencia de China, sin embargo, Rusia no es una superpoten­cia en ascenso. Putin puede tratar de retratar sus acciones en Ucrania como una lucha contra el fascismo. Pero en realidad es una lucha por ser relevante, una pelea que nunca va a ganar. No importa lo grande que sea el desfile, no puede ocultar la verdad: los días de Rusia como una superpoten­cia pertenecen al pasado. El patriotism­o de Putin, como el de Pétain, es el de los vencidos.

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JAVIER AGUILAR

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