La Vanguardia

Arte en un mundo herido

‘Todos los futuros del mundo’, la exposición central de la Bienal de Venecia, es una ventana abierta a los conflictos de las últimas décadas

- TERESA SESÉ Venecia Enviada especial

Todos los futuros del mundo, la exposición central diseñada por el nigeriano Okwui Enwezor para la 56 ª Bienal de Venecia, comienza en el pabellón principal de los Giardini y finaliza varios kilómetros más allá, en el Arsenale, desde donde, si quedan fuerzas, aún queda la opción de adentrarse en algunos de los 60 pabellones nacionales. Estos días recorrerla se hace interminab­le, fatigosa en exceso, teniendo que abrirse paso entre la cada vez mayor –y más ansiosa– familia del mundo del arte por descubrir esa maravilla que nos confirmará que ha merecido la pena viajar hasta aquí. Por escuchar muy de cerca cómo suena hoy la voz de los artistas en un mundo herido.

La primera palabra, fundida en negro o repetida hasta el infinito en multitud de listados, es la de Fabio Mauri: ese The End o Fine con el que el artista italiano respondía a las atrocidade­s de la Segunda Guerra Mundial y que aquí enmarcan una primera sala presidida por un gran muro de maletas, Il Miuro Occidental­e o del Pianto (2009), símbolo de los deportados a Auschwitz y todos los viajes sin retorno. La histo- ria. De ahí venimos, parece querer recordarno­s Enwezor en la misma entrada de una muestra en cuyo corazón, un auditorio rojo dirigido por el cineasta Isaac Julien un grupo de actores lee en voz alta los cuatro volúmenes de El Capital, de Karl Marx.

En las butacas, escuchando atentos, millonario­s y artistas desafiante­s que luego volverán a coincidir ante los cráneos sufrientes de la sudafrican­a Marlene Dumas o las pizarras de Adrien Pipper, artista mordaz contra las discrimina­ciones de raza y de género, en las que escribe una y otra vez con tiza blanca su engimática predición Everything will be taken away (Todo pasará).

Enwezor no sólo no huye de la confusión sino que, se diría, lo busca, fragmentan­do el espacio en múltiples salas y asaltando al visitante con performanc­es como la de Olaf Nicolai, que interpreta una composició­n de Luigi Nono, combinado con versos de Cesare Pavese y sonidos grabados durante las protestas políticas de la Bienal del ‘68. Se escuchan también cantos de los reclusos de centro penitencia­rio (Jason Moran) o la palabra de Lacan en el seminario Le Sinthome convertida en una suerte de partitura que Dora García, la única artista española en la muestra, traduce en movimiento­s.

Mientras vagamos de habitación en habitación (las hay espléndida­s, como las dedicadas a los neones de Bruce Nauman, la filmografí­a completa del recienteme­nte fallecido Haroun Farocki o a la reactivaci­ón de la histórica encuesta de Hans Haacke –con preguntas como “¿El arte en su país sufre la censura?” (será interesant­e conocer los resultados)–, por todas las esquinas aparecen obras de artistas que golpean como puños.

Como ese Latent Combustion de Monica Bonvicini que cuelga del techo: unas motosierra­s realizadas con cemento y revestidas de alquitrán con la que parece querer aplastar cualquier símbolo machista del poder.

Por suerte, ya casi al final, el turco Kutlug Ataman nos despide desde el cielo con un fascinante panel de cristal dedicada al filántropo Sakip Sabanci, desde donde parecen guiñarnos un ojo los rostros de las casi diez miles personas a las que les cambió la vida gracias a su ayuda.

Enwezor no sólo no huye de la confusión sino que, se diría, la busca, fragmentan­do el espacio en rincones múltiples

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GABRIEL BOUYS / AFP El impactante panel de cristal en el que el turco Kutlug Ataman retrata al filántropo Sakip Sabanci
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