Pararlos por la calle
La proximidad de las elecciones crea territorios inciertos, como la intersección de la vieja y la nueva política. Diferenciar la una de la otra exige una experiencia que no tenemos y que nos lleva a confundir la demagogia que practican los unos y el populismo de los otros. Ya sean predicadores de la vieja política o de la nueva, casi todos siguen tratando a los electores como si fuéramos idiotas. Si el elector ya lo era, me parece bien, pero la mayoría no merece los niveles de pestilencia comunicativa que identifican los periodos electorales. Medias verdades, estadísticas de ficción, paternalismos estridentes y oceánicas meadas fuera de tiesto corrompen la política que tanto dicen defender. Uno de los hábitos de los candidatos es el autoengaño. Exprimidos y adiestrados por másters de pacotilla, los candidatos aprenden a sonreír como robots y a sobrevivir a debates que buscan más la anécdota y el espectáculo mediático que el interés común.
Para zafarse del efecto de las encuestas, los candidatos apelan a impresiones subjetivas, a su olfato y a consideraciones tan tópicas como “la gente que me para por la calle”. Será una imposición de los partidos porque cualquier mamífero adulto sabe que el concepto la-gente-que-me-parapor-la-calle no es fiable. La exconcursante de Gran Hermano Aída Nízar, que practicaba una egolatría repulsiva, siempre hablaba de la gente que la paraba por la calle para felicitarla mientras, paralelamente, se iba
Habrá quien crea que sería más constructivo interpelar a los candidatos con respeto y energía crítica
hundiendo en el olvido. El alcalde de Badalona, Xavier Garcia Albiol, dijo hace poco: “Me paran por la calle independentistas y me dicen que me votarán” y, unos días antes, Ada Colau y Jaume Collboni apelaron al comentario callejero para confirmar el vigor de su candidatura. En los peores momentos de su inmolación por fascículos, Belén Esteban se aferraba a la gente que la paraba por la calle y entrenadores de fútbol cuestionados también echan mano de este recurso para apaciguar las críticas. Hipótesis: con nuestro nivel de paro, es lógico que los parados se acerquen, organizada o espontáneamente, a políticos o a personajes públicos para manifestarles una fidelidad incondicional. No es un acto de adhesión: es humor. El lunes consultas la agenda de Garcia Albiol y te le acercas para, tras declararte independentista, hacerle creer que lo votarás. ¿Que Xavier Trias inaugura las obras de la Diagonal? Lo felicitas y le prometes tu voto. El martes buscas a Colau y el miércoles a Collboni para, levantando el pulgar, gritarles el clásico “¡Aguanta!” Luego vuelves a casa y cuando en la tele sale un candidato pontificando sobre la gente que le para por la calle sientes el placer del gamberro de baja intensidad, como cuando de niño apretabas los timbres de los porteros automáticos y salías corriendo. Habrá quien crea que sería más constructivo interpelar a los candidatos con respeto y energía crítica. Si sirviera para algo, tendría sentido. Pero hacerles creer que les votarás y no hacerlo es más perverso, divertido y subversivo. ¿Es una frivolidad? Ni hablar. Es un acto de justicia y correspondencia. Si ellos prometen lo que ya saben que no podrán cumplir, ¿por qué no podemos hacer lo mismo?