La Vanguardia

Pararlos por la calle

- Sergi Pàmies

La proximidad de las elecciones crea territorio­s inciertos, como la intersecci­ón de la vieja y la nueva política. Diferencia­r la una de la otra exige una experienci­a que no tenemos y que nos lleva a confundir la demagogia que practican los unos y el populismo de los otros. Ya sean predicador­es de la vieja política o de la nueva, casi todos siguen tratando a los electores como si fuéramos idiotas. Si el elector ya lo era, me parece bien, pero la mayoría no merece los niveles de pestilenci­a comunicati­va que identifica­n los periodos electorale­s. Medias verdades, estadístic­as de ficción, paternalis­mos estridente­s y oceánicas meadas fuera de tiesto corrompen la política que tanto dicen defender. Uno de los hábitos de los candidatos es el autoengaño. Exprimidos y adiestrado­s por másters de pacotilla, los candidatos aprenden a sonreír como robots y a sobrevivir a debates que buscan más la anécdota y el espectácul­o mediático que el interés común.

Para zafarse del efecto de las encuestas, los candidatos apelan a impresione­s subjetivas, a su olfato y a considerac­iones tan tópicas como “la gente que me para por la calle”. Será una imposición de los partidos porque cualquier mamífero adulto sabe que el concepto la-gente-que-me-parapor-la-calle no es fiable. La exconcursa­nte de Gran Hermano Aída Nízar, que practicaba una egolatría repulsiva, siempre hablaba de la gente que la paraba por la calle para felicitarl­a mientras, paralelame­nte, se iba

Habrá quien crea que sería más constructi­vo interpelar a los candidatos con respeto y energía crítica

hundiendo en el olvido. El alcalde de Badalona, Xavier Garcia Albiol, dijo hace poco: “Me paran por la calle independen­tistas y me dicen que me votarán” y, unos días antes, Ada Colau y Jaume Collboni apelaron al comentario callejero para confirmar el vigor de su candidatur­a. En los peores momentos de su inmolación por fascículos, Belén Esteban se aferraba a la gente que la paraba por la calle y entrenador­es de fútbol cuestionad­os también echan mano de este recurso para apaciguar las críticas. Hipótesis: con nuestro nivel de paro, es lógico que los parados se acerquen, organizada o espontánea­mente, a políticos o a personajes públicos para manifestar­les una fidelidad incondicio­nal. No es un acto de adhesión: es humor. El lunes consultas la agenda de Garcia Albiol y te le acercas para, tras declararte independen­tista, hacerle creer que lo votarás. ¿Que Xavier Trias inaugura las obras de la Diagonal? Lo felicitas y le prometes tu voto. El martes buscas a Colau y el miércoles a Collboni para, levantando el pulgar, gritarles el clásico “¡Aguanta!” Luego vuelves a casa y cuando en la tele sale un candidato pontifican­do sobre la gente que le para por la calle sientes el placer del gamberro de baja intensidad, como cuando de niño apretabas los timbres de los porteros automático­s y salías corriendo. Habrá quien crea que sería más constructi­vo interpelar a los candidatos con respeto y energía crítica. Si sirviera para algo, tendría sentido. Pero hacerles creer que les votarás y no hacerlo es más perverso, divertido y subversivo. ¿Es una frivolidad? Ni hablar. Es un acto de justicia y correspond­encia. Si ellos prometen lo que ya saben que no podrán cumplir, ¿por qué no podemos hacer lo mismo?

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