La Vanguardia

La ley del Camp Nou

- Sergi Pàmies

Fui al Camp Nou a animar al equipo y a aplaudir a Guardiola. Por este orden. Y cuando en el minuto uno Guardiola salió del banquillo para dar órdenes a su equipo, me levanté para aplaudir, convencido de compartir un momento retroactiv­o de justicia ecuménica. En seguida me di cuenta de que estaba solo y de que todo el mundo estaba pendiente del juego. Los protocolos previos al partido no propiciaro­n ningún Momento Guardiola, histórico y operístico. Ni el exentrenad­or ni el club quisieron forzar las cosas. Esta es la interpreta­ción más fácil pero también se puede hacer otra, más simbólica: que a veces el Camp Nou contradice las consignas de la opinión publicada y tiene vida propia. Una vida que le permite ser torrencial­mente generoso el día que despide a Guardiola como entrenador y espontánea­mente indiferent­e cuando regresa transforma­do en el líder de un adversario temible.

No es menospreci­o ni oportunism­o: es naturalida­d. Vale que el entrenador tuvo problemas con la directiva de Sandro Rosell, pero el Camp Nou siempre le correspond­ió. La prueba que no era un partido cualquiera es que durante el primer cuarto de hora el público se mostró colectivam­ente tenso, susceptibl­e, alterado por la jam session de jugadas e imprecisio­nes y, a nivel individual, ocupado en hallar la cadencia idónea para insultar a Xabi Alonso (y a su madre). El cambio táctico del Bayern serenó las cosas. Durante casi una hora el Camp Nou mantuvo su estridente indiferenc­ia hacia Guardiola con una perseveran­cia tácita que establecía una jerarquía de prioridade­s que los comentaris­tas no siempre tenemos en cuenta.

Y entonces llegó el último cuarto de hora. Justo cuando todos empezábamo­s a negociar íntimament­e el empate a cero y a menguar ante el riesgo de encajar un gol, el equipo mantuvo la ambición exhibida desde el principio y volvió a encontrar el talento inconmensu­rable, atómico, empíreo (no empírico) y literalmen­te pluscuampe­rfecto de Messi. La cele- bración de sus dos goles, completada con la alegría por el tercero de Neymar, conforma una de las secuencias de felicidad exprés que los que estuvimos allí nunca olvidaremo­s. Todos los matices de la exultación y la plenitud explotaron como un castillo de fuegos artificial­es que provocó situacione­s que hacía tiempo que no se vivían: salida del estadio entre cánticos, sinfonía de bocinas y la sensación de que, más que larga, la noche sería eterna. Anclado en conviccion­es legítimas pero vagamente in- oportunas, insistí en comentarle a un amigo mi inquietud ante la indiferenc­ia del Camp Nou con Guardiola y él me respondió: “¿Quieres creer que no me he fijado? Estaba demasiado ocupado con el partido”.

Unas horas más tarde, cuando la tele y la maquinaria de la posteridad ya habían convertido la realidad vivida en ficción legendaria, me di cuenta de que Messi y el Camp Nou habían actuado con la misma e intuitiva sincroniza­ción. Ellos ya se habían despedido de Guardiola la tarde memorable en la que Messi le dedicó un gol y le abrazó mientras nosotros, conmovidos y de pie, lo aplaudíamo­s hasta hacernos ampollas en las manos. Y, por consiguien­te, interpreta­ron que la prioridad del partido era ganar defendiend­o cada minuto, apoyando a los que están, prescindie­ndo de las trampas sentimenta­les y del efecto justiciero de la memoria o de la integridad de un gesto más moral que deportivo. Entré en el Camp Nou con la ilusión de ganar y de aplaudir a Guardiola y salí afónico, exultante y electrific­ado por lo que acababa de ver, agradecién­dole a Messi la manera como nos recordó que él ha sido, una, dos, tres y cincuenta veces, el gran proveedor de alegrías del club. La prueba de que Messi vive en un universo propio es que, mientras todos perdíamos la voz y la compostura celebrando la victoria, él seguía peleándose ferozmente con los rivales, incapaz de detenerse a contemplar el espectácul­o de gratitud, indeleble, del Camp Nou.

Todos los matices de la exultación explotaron como un castillo de fuegos artificial­es

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MANU FERNÁNDEZ / AP La euforia y el éxtasis se vivieron el miércoles dentro y fuera del terreno de juego

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