La ley del Camp Nou
Fui al Camp Nou a animar al equipo y a aplaudir a Guardiola. Por este orden. Y cuando en el minuto uno Guardiola salió del banquillo para dar órdenes a su equipo, me levanté para aplaudir, convencido de compartir un momento retroactivo de justicia ecuménica. En seguida me di cuenta de que estaba solo y de que todo el mundo estaba pendiente del juego. Los protocolos previos al partido no propiciaron ningún Momento Guardiola, histórico y operístico. Ni el exentrenador ni el club quisieron forzar las cosas. Esta es la interpretación más fácil pero también se puede hacer otra, más simbólica: que a veces el Camp Nou contradice las consignas de la opinión publicada y tiene vida propia. Una vida que le permite ser torrencialmente generoso el día que despide a Guardiola como entrenador y espontáneamente indiferente cuando regresa transformado en el líder de un adversario temible.
No es menosprecio ni oportunismo: es naturalidad. Vale que el entrenador tuvo problemas con la directiva de Sandro Rosell, pero el Camp Nou siempre le correspondió. La prueba que no era un partido cualquiera es que durante el primer cuarto de hora el público se mostró colectivamente tenso, susceptible, alterado por la jam session de jugadas e imprecisiones y, a nivel individual, ocupado en hallar la cadencia idónea para insultar a Xabi Alonso (y a su madre). El cambio táctico del Bayern serenó las cosas. Durante casi una hora el Camp Nou mantuvo su estridente indiferencia hacia Guardiola con una perseverancia tácita que establecía una jerarquía de prioridades que los comentaristas no siempre tenemos en cuenta.
Y entonces llegó el último cuarto de hora. Justo cuando todos empezábamos a negociar íntimamente el empate a cero y a menguar ante el riesgo de encajar un gol, el equipo mantuvo la ambición exhibida desde el principio y volvió a encontrar el talento inconmensurable, atómico, empíreo (no empírico) y literalmente pluscuamperfecto de Messi. La cele- bración de sus dos goles, completada con la alegría por el tercero de Neymar, conforma una de las secuencias de felicidad exprés que los que estuvimos allí nunca olvidaremos. Todos los matices de la exultación y la plenitud explotaron como un castillo de fuegos artificiales que provocó situaciones que hacía tiempo que no se vivían: salida del estadio entre cánticos, sinfonía de bocinas y la sensación de que, más que larga, la noche sería eterna. Anclado en convicciones legítimas pero vagamente in- oportunas, insistí en comentarle a un amigo mi inquietud ante la indiferencia del Camp Nou con Guardiola y él me respondió: “¿Quieres creer que no me he fijado? Estaba demasiado ocupado con el partido”.
Unas horas más tarde, cuando la tele y la maquinaria de la posteridad ya habían convertido la realidad vivida en ficción legendaria, me di cuenta de que Messi y el Camp Nou habían actuado con la misma e intuitiva sincronización. Ellos ya se habían despedido de Guardiola la tarde memorable en la que Messi le dedicó un gol y le abrazó mientras nosotros, conmovidos y de pie, lo aplaudíamos hasta hacernos ampollas en las manos. Y, por consiguiente, interpretaron que la prioridad del partido era ganar defendiendo cada minuto, apoyando a los que están, prescindiendo de las trampas sentimentales y del efecto justiciero de la memoria o de la integridad de un gesto más moral que deportivo. Entré en el Camp Nou con la ilusión de ganar y de aplaudir a Guardiola y salí afónico, exultante y electrificado por lo que acababa de ver, agradeciéndole a Messi la manera como nos recordó que él ha sido, una, dos, tres y cincuenta veces, el gran proveedor de alegrías del club. La prueba de que Messi vive en un universo propio es que, mientras todos perdíamos la voz y la compostura celebrando la victoria, él seguía peleándose ferozmente con los rivales, incapaz de detenerse a contemplar el espectáculo de gratitud, indeleble, del Camp Nou.
Todos los matices de la exultación explotaron como un castillo de fuegos artificiales