El aficionado no es sentimental
Los aficionados al fútbol se tienen por unos sentimentales y todo porque nadie cambia de equipo. Esto se llama fidelidad y no es lo mismo ser fiel, fiel a club, fiel a una señora, fiel a unos principios que ser un sentimental, condición que cotiza a la baja. No me extraña la reacción indiferente del Camp Nou al retorno de Pep Guardiola. O quizás no fue indiferente y fue tibia. O fría. Tal vez respetuosa. Y así, hasta el infinito de los adjetivos, camposanto de los periodistas.
El aficionado no es un sentimental, como escribimos a menudo. El aficionado es más bien egoísta, como todo ser humano, y actúa en función de sus intereses a corto plazo, como los niños (los verdaderos rasgos del aficionado son los típicos de la infancia, que se corrige a golpe de educación, gracias a dios, porque de lo contrario iríamos por la calle riéndonos de mancos y zancadilleando ancianas).
El culé acudió al Camp Nou para ver si al Bayern de Munich o al Bayern de la industrial Baviera le caían muchos goles. De ahí que saliera tan ufano a pesar de que no tuvo ocasión de dar la bienvenida o despedir a Pep Guardiola, que se merecía un detalle pero en noches como esta, semifinales de la Champions, el aficionado atiende poco a detalles y sólo piensa en pegar un polvo –con perdón– y salir corriendo.
Yo recuerdo el sentimentalismo: los partidos de homenaje. No se trataba de aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid sino de despedir con honores y en exclusiva a un jugador con un amistoso para la ocasión. Eso, claro, acontecía cuando las temporadas eras cortas y lo más lejos de Barcelona que viajaba el equipo en agosto era a Cádiz, La Coruña o Palma para disputar cuadrangulares de trofeos dignos del imperio austro-húngaro. De aquello, hace ya unos años, tiempos de fidelidad a los clubs aunque fuese porque las ligas europeas eran proteccionistas y en España existía el llamado derecho
¿Partidos de homenaje? Los de Charly, Asensi o el de Sadurní-Torres-Rifé... El Camp Nou sólo pensaba en Berlín
de retención, una suerte de esclavitud laboral que impedía a un jugador fichar por el equipo que él y su agente –de haber existido de forma universal dicha figura– hubieran deseado.
Los partidos de homenaje terminaron un poco como el rosario de la aurora y creo recordar que había un código peculiar: haber jugado determinadas temporadas, el homenajeado elegía al rival y, finalmente, se quedaba con los ingresos a modo de finiquito. Era una noche especial, habitualmente estival, donde el aficionado se despedía comme il faut y acudía al Camp Nou por cariño. Así despedimos a grandes símbolos como Rexach, De la Cruz-Costas (al alimón), Fusté, Zaldúa. Asensi o a SadurníTorres-Rife...
El fútbol ha evolucionado y cada vez hay menos espacio para el sentimentalismo. Se parece un poco a la NBA y al espíritu no escrito del deporte de Estados Unidos: a un profesional se le paga bien, muy bien, y en la paga van los servicios prestados, los desvelos y la despedida. Yo creo que el propio Guardiola intuyó que el fútbol es así, injusto o no. En tiempos sentimentales, el jugador estaba atado por el club, los colores y un compromiso cuyo fundamento era quizás más la falta de alternativas que la sinceridad y el corazón.
Pep Guardiola se fue cuando creyó oportuno del banquillo, no porque le echara nadie, y el público anteanoche sólo pensaba en golear al rival y estar en Berlín. Y apenas nada más.