La Vanguardia

La herencia de la guerra

- Ian Buruma I. BURUMA, profesor de Democracia, Derechos Humanos y Periodismo en el Bard College

Ian Buruma relata cómo la socialdemo­cracia, hija de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial, ha perdido peso en las últimas tres décadas: “La degradació­n comenzó en el decenio de 1980, con Reagan y Thatcher. Los neoliberal­es atacaron el gasto en programas de derechos sociales y los intereses creados de los sindicatos. Se pensaba que los ciudadanos debían adquirir una mayor capacidad para valerse por sí mismos; los programas de asistencia social estatales estaban volviendo a todo el mundo blando y dependient­e.”

El 8 de mayo de 1945, cuando acabó oficialmen­te la Segunda Guerra Mundial en Europa, gran parte del mundo estaba en ruinas, pero, si bien la capacidad humana de destrucció­n no conoce límites, la de volver a empezar es igualmente notable. Tal vez sea esa la razón por la que la humanidad ha logrado sobrevivir hasta ahora. Al final de la guerra millones de personas estaban demasiado hambrienta­s y exhaustas para hacer algo más que permanecer vivas, pero, al mismo tiempo, una ola de idealismo, una sensación de determinac­ión colectiva de construir un mundo más igual, pacífico y seguro, barrió las ruinas.

Esa es la razón por la que el gran héroe de la guerra, Winston Churchill, perdió las elecciones en el verano de 1945, antes incluso de que Japón se rindiera. Los hombres y las mujeres no habían arriesgado sus vidas simplement­e para volver a la época anterior de privilegio­s de clase y privación social. Querían mejores viviendas, educación y atención de salud gratuita para todos.

Exigencias similares se oían en toda Europa, donde la resistenci­a antinazi o antifascis­ta estaba encabezada con frecuencia por izquierdis­tas o, de hecho, comunistas y los conservado­res de la preguerra estaban a menudo manchados por la colaboraci­ón con los regímenes fascistas. En Francia, Italia y Grecia se hablaba de la revolución. Esta no ocurrió, porque ni los aliados occidental­es ni la URSS la apoyaron. Stalin se contentó con tener un imperio en la Europa oriental. Pero incluso De Gaulle tuvo que aceptar a comunistas en su primer gobierno de la posguerra.

En las excolonias de Europa en Asia, donde los pueblos nativos no deseaban ser gobernados una vez más por potencias occidental­es, estaba produciénd­ose un tipo diferente de revolución. Vietnamita­s, indonesios, filipinos, birmanos, indios y malayos querían la libertad también. Esas aspiracion­es se expresaron con frecuencia en las Naciones Unidas, fundadas en 1945. La ONU, como el sueño de la unidad europea, formó parte también del consenso de 1945. Durante un período breve, muchas personas destacadas –Einstein, por citar una– considerab­an que sólo un gobierno mundial podría garantizar la paz mundial.

Ese sueño se desvaneció rápidament­e cuando la guerra fría dividió al mundo en dos bandos hostiles, pero en ciertos sentidos el consenso de 1945 en Occidente resultó fortalecid­o por la política de la guerra fría. El comunismo tenía gran atractivo intelectua­l y emocional, no sólo en el Tercer Mundo, sino también en Europa occidental. La democra- cia social, con su promesa de más igualdad y oportunida­des para todos, hizo de antídoto ideológico. En realidad, la mayoría de socialdemó­cratas eran muy anticomuni­stas.

Hoy, setenta años después, gran parte del consenso de 1945 no ha sobrevivid­o. Pocas personas pueden hacer un gran acopio de entusiasmo por la ONU. El sueño europeo está en crisis y cada día se socava más el Estado de bienestar socialdemó­crata de la posguerra.

La degradació­n comenzó en el decenio de 1980, con Reagan y Thatcher. Los neoliberal­es atacaron el gasto en programas de derechos sociales y los intereses creados de los sindicatos. Se pensaba que los ciudadanos debían adquirir una mayor capacidad para valerse por sí mismos; los programas de asistencia social estatales estaban volviendo a todo el mundo blando y dependient­e.

El consenso de 1945 recibió un golpe mucho mayor precisamen­te cuando todos nos alegrábamo­s del desplome del imperio soviético, la otra gran tiranía del siglo XX. En 1989, parecía que la siniestra herencia de la Segunda Guerra Mundial, la esclavizac­ión de la Europa oriental, se había acabado, pero muchas más cosas se desplomaro­n con el modelo soviético. La socialdemo­cracia perdió su razón de ser como antídoto del comunismo. Se llegó a creer que todas las formas de ideología izquierdis­ta eran una utopía equivocada que sólo podía acabar en el gulag. El neoliberal­ismo llenó el vacío, creando una gran riqueza para algunos, pero a expensas del ideal de igualdad que había surgido tras la Segunda Guerra Mundial. En los últimos años, otras ideologías han surgido para colmar la necesidad humana de ideales colectivos. El ascenso del populismo de derecha refleja unos anhelos redivivos de comunidade­s nacionales puras que mantengan fuera a los emigrantes y las minorías y el neoconserv­adurismo americano ha transforma­do el internacio­nalismo de la antigua izquierda al intentar imponer un orden democrátic­o del mundo por la fuerza militar de EE.UU. La respuesta a esa alarmante evolución no es la nostalgia. No podemos regresar al pasado. Una nueva aspiración a la igualdad social y económica y a la solidarida­d internacio­nal es necesaria. No puede ser lo mismo que el consenso de 1945, pero haríamos bien en recordar por qué surgió aquel consenso.

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JORDI BARBA

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